En momentos en que el debate sobre las dictaduras latinoamericanas y los procesos políticos previos se han intensificado en la región, sigue pendiente profundizar el examen de sus producciones culturales. Ello no solo mejoraría nuestra comprensión de la historia de los autoritarismos en sí, sino de los imaginarios de reforma y revolución que los antecedieron o los enfrentaron.
Al tramar —conflictivamente— prácticas y agentes dedicados a la producción simbólica, sean de alta cultura, cultura popular o de masas, el espacio artístico-cultural constituye una vitrina de las negociaciones (en desigualdad de poder) entre el Gobierno dictatorial y el aparato estatal, y entre éste y la sociedad. Es decir, exhibe la negociación entre los imaginarios implicados en la instalación y consolidación del modelo social autoritario.
Por lo anterior es que, a partir de las investigaciones preexistentes sobre la acción artístico-cultural de la última dictadura chilena (1973–1990), especialmente la vinculada a las artes visuales, aquí se reflexiona sobre algunos nudos críticos de su caracterización. Por ende, no se profundiza en sus características históricas, lo cual se ha hecho antes, sino que se aborda algunas claves para discutir un marco interpretativo de la misma.
Antes, sin embargo, cabe señalar un par de advertencias preliminares. En primer lugar, se habla de acción cultural para subrayar la condición precaria de la política cultural de la dictadura chilena, entendida como el conjunto de acciones disímiles o articuladas hacia el campo de la cultura, que emanaron desde una institucionalidad deliberadamente modesta en lo presupuestario y jurídico, dada su subordinación a las concepciones neoliberales aplicadas desde mediados de los años setenta. Por otra parte, se trata de un conjunto de acciones que desplegaron una propuesta débil en lo programático, dado el desinterés y/o incapacidad del régimen para imponer un proyecto cultural distintivo y totalitario.
En segundo lugar, se habla de acción artístico-cultural para delimitar el campo de reflexión al ámbito determinado de prácticas y productos de creación (especialmente visual) en que deliberadamente domina la función estética; tradicionalmente identificadas con ciertos agentes y circuitos específicos de la alta cultura (museos, galerías, academia, etc.), a la vez en relación permanente (y creciente) con la cultura popular y el sistema cultural unificado de masas. Por ende, atendiendo a la distinción recogida por Brunner (Reference Brunner1988, 261–269), no se alude a una concepción antropológica de cultura (que apunta más bien al nivel cotidiano e íntimo de la intercomunicación social) sino al nivel institucionalizado de la política pública (nivel organizacional de la cultura) en su interacción con el sistema del arte.
Ahora bien, considerando que se trata de un ámbito todavía reciente de investigación historiográfica (la sociología cultural chilena llevaba la delantera), parece útil considerar al menos los siguientes ejes articuladores para pensar dicha acción cultural.
El problema de la identidad y la periodización
¿Con relación a que imperativos o ámbitos y con qué características se habría proyectado la política artístico-cultural de la dictadura? ¿Cuándo habría comenzado y qué cambios habrían marcado su trayectoria?
Ciertamente, la identidad cultural del régimen se imbricó con su identidad político-ideológica y comunicacional.Footnote 1 La primera estuvo influida por el anticomunismo y la Doctrina de Seguridad Nacional para legitimar el imperativo represivo, por los imaginarios conservador, nacionalista e hispanista para la legitimación histórica y por el imaginario libremercadista para legitimar el modelo socioeconómico. Mientras definía su proyecto, el régimen concentró su discurso público en la lucha contra la Unidad Popular (UP), el marxismo y la supuesta demagogia democrática. Desde fines de los setenta, la derrota de los militares proestatistas (en lo socioeconómico) supuso la captura de todas las políticas públicas bajo la óptica libremercadista, incluyendo la cultural (Reference VergaraVergara 1984; Reference Constable and ValenzuelaConstable y Valenzuela 2013; Reference ValdiviaValdivia 2001).
Por otra parte, la identidad comunicacional del régimen se canalizó en la censura o cierre de medios de prensa, la depuración ideológica de las universidades, colegios y administración pública, el desmantelamiento de las organizaciones sociales y entidades culturales identificadas con la UP, la exclusión de los artistas de izquierda y el control de las producciones y los medios.
Asimismo, la identidad estético-cultural del régimen se nutrió tanto de acciones de “limpieza” (de toda huella visual de la izquierda en el espacio público, incluyendo la apariencia personal) como de “restauración” (Reference ErrázurizErrázuriz 2009, 136–157) (promoción del folclor acrítico, de los temas militares y nacionalistas, y de un arte apolítico). A partir de esos imperativos, el imaginario artístico-cultural se alimentó además del antimarxismo de los grupos de poder, de las concepciones culturales de la derecha y de las concepciones tradicionalistas de la academia. Tal constructo cultural generó diversos criterios, presentes en las diferentes entidades intervenidas, los cuales, para efectos analíticos, podríamos agrupar en dos guiones culturales interrelacionados: por un lado, el divulgativo, nacionalista y tradicional, operado principalmente desde el Ministerio de Educación, la Asesoría Cultural de la Junta, la Secretaría de Relaciones Culturales, la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (DIBAM) y algunos institutos culturales municipales, hacia el público general y escolar; por el otro, el guion especializado y relativamente moderno, operado desde los museos estatales, la crítica de arte y la academia oficialista, hacia el mundo propiamente artístico.Footnote 2 De tal forma que, junto con el rechazo de las manifestaciones politizadas de la cultura popular y del arte comprometido desde conceptos esencialistas y elitistas sobre el arte —belleza, verdad, autenticidad o arte universal (Reference QuezadaQuezada 2014)—, el discurso cultural oficial o afín pudo albergar posiciones tolerantes y, en algunos casos, incluso estimuladoras, de artistas opositores, mientras no fueran políticamente explícitos. La identidad artístico-cultural de la dictadura, entonces, pese a su tendencia global conservadora, se constituyó en un espacio de iniciativas y criterios estéticos ambiguos, a veces en contradicción.
En cuanto a la periodización de la política cultural, desde la clave ideológica e institucional, se podría reconocer dos grandes etapas: la primera, entre 1970 y 1975 aproximadamente, caracterizada por la indefinición global ideológica y la dispersión decisional, en la cual predominaría la represión de la disidencia y la reacción contra las políticas de la UP; la segunda, de 1975 en adelante, en que la definición ideológica y proyectual del régimen consolidaría un aparataje organizacional y orientaciones generales hacia una cultura sometida a las reglas del autofinanciamiento, acorde el modelo neoliberal.Footnote 3 No obstante, esta periodización refleja más la subordinación de la política cultural al proyecto político general de la dictadura, que a la disputa propiamente cultural.
Ahora bien, desde la clave de las ideologías culturales dominantes, se ha reconocido tres fases:Footnote 4 la primera, entre 1973 y 1976, de preeminencia nacionalista; la segunda entre 1976 y 1982, de despliegue neoliberal; y la tercera, entre 1982 y 1986, de discurso modernizante, como salida de la crisis económica y sobrevivencia política (Reference Catalán and MunizagaCatalán y Munizaga 1986). Esta periodización, claramente, refleja la victoria neoliberal sobre el nacionalismo como ideología conductora del proyecto dictatorial. Pero, puesto que el nacionalismo continuó insuflando parte de su política cultural y alimentando la retórica oficial hasta su fin, cabe buscar una periodización sensible a tal complejidad.
En esta línea, atendiendo tanto al acomodo interno del discurso cultural oficial como a su dependencia del proceso socioeconómico y político, he propuesto que las periodizaciones anteriores pudieran reconfigurarse en tres momentos: primero, primera mitad de los años setenta, en que la restauración y la normalización fueron la rúbrica cultural de la reacción contra la cultura de izquierdas, de la reivindicación del imaginario cultural de derechas, de la respuesta al aislamiento internacional y de la indefinición ideológica del régimen, momento en que más acusadamente se percibió el “apagón cultural”.Footnote 5 Segundo, de la segunda mitad de los setenta a la primera mitad de los ochenta, en que la difusión cultural y la liberalización económica fueron los ejes que dominaron la acción oficial, abriendo un periodo de activas itinerancias artísticas promovidas por el Estado a lo largo del país, de fundación de institutos culturales municipales y de convenios con la empresa privada para realizar concursos y exposiciones. Tercero, de mediados de los ochenta a 1989, momento caracterizado por la institucionalización de las reformas (tras el dictado de la nueva Constitución), por el aperturismo y modernización estético-comunicacional global derivado de la inserción neoliberal chilena a la globalización mundial (Reference JaraJara 2016), y por el resurgimiento del tono antimarxista a fines de los ochenta, dados la agudización de la movilización opositora y la proximidad del plebiscito.
Por supuesto, está pendiente una periodización más fina de la acción cultural oficial que, entre otros aspectos, considere la interacción entre las sensibilidades culturales que disputaron el campo oficial; la indefinición del tipo de modelo socioeconómico hasta mediados de los setenta, proyectado sobre la política cultural; la primacía de la identidad antimarxista, anti UP y represiva de los primeros años, que atrasó la generación de un discurso propio y de un aparataje organizacional; y la secular debilidad presupuestaria, organizacional y normativa de la institucionalidad artístico-cultural chilena, agudizada por el libremercadismo.
El problema de la denominación
¿Qué énfasis, tensiones y referencias suponen las denominaciones que se le han dado?
Si bien no es común que los investigadores arguyan sobre esta cuestión, resulta relevante que —desde la sociología e historiografía— se haya producido un cuestionamiento en torno a la aplicabilidad del concepto de política cultural al caso chileno. Al respecto, se ha advertido que no se trata de una política cultural propiamente tal, pues las pugnas internas impidieron la aplicación de un programa consistente. Con todo, se sostiene que en la dispersión de actividades puede identificarse líneas de acción generales que —al ofrecer (y sostenerse en) una concepción tácita de lo que es cultura o arte, y de lo que debía quedar fuera—, en la práctica funcionaron como una política cultural indirecta (Reference RiveraRivera 1983; Reference GarretónGarretón 1993; Reference DonosoDonoso 2016; Reference Catalán and MunizagaCatalán y Munizaga 1986). Claramente, entonces, esta discusión pone de relieve el carácter poco programático de tal política cultural, derivado de la carencia de un pensamiento conductor y compacto en el régimen. Al mismo tiempo, reconocer o no su existencia, plantea el dilema de enfatizar su condición coherente y manifiesta, o la conexión latente de actividades dispersas.
La noción de apagón cultural también ha servido para caracterizar el periodo, en cuanto la disminución en la actividad cultural que produjo el golpe, especialmente en el espacio público (Reference DonosoDonoso 2013, 104–129), el alto control ejercido sobre la creación y la disminución del presupuesto estatal para cultura (Reference DonosoDonoso 2016).Footnote 6 Sin embargo, recientes investigaciones permiten suponer que resulta una denominación algo equívoca que merece precisión, pues, por un lado, desconoce la intensa actividad de la resistencia cultural a la dictadura y, por el otro, la ambivalencia oficialista hacia la neovanguardia artística y la intensa actividad del Departamento de Extensión Cultural del Ministerio de Educación. De hecho, cabe recordar que, bajo su amparo, el Ballet Folclórico Nacional pasó de realizar treinta y ocho presentaciones en trece localidades durante 1978, a 147 funciones en más de cincuenta, nueve años después. El Teatro Itinerante, por su parte, logró recorrer todo Chile, con un promedio de cien funciones anuales promedio. Y la Orquesta Promúsica pudo profesionalizar a sus músicos y realizar clases-conciertos en todo el territorio nacional. Para completar, las exposiciones itinerantes de arte también desarrollaron una exitosa campaña en más de cuarenta ciudades (Reference DonosoDonoso 2016).
En otra línea, la interpretación del arte chileno de la década entre 1970 y 1980 como una dicotomía entre márgenes e instituciones (“escena de avanzada” versus producción afín a la institucionalidad dictatorialFootnote 7), naturalizó la noción de espacio “institucional”. Dicho espacio no solo se cimentaría sobre el descalabro global de las identidades sociales dominantes hasta el golpe militar, sino que su lenguaje artístico continuaría dominado por códigos representacionales tradicionales (como el de una historicidad y un sujeto trascendentes). Como se ve, esta noción no subraya la falta de una estrategia programática definida en el espacio oficial, sino que su apego a los códigos comunicacionales acostumbrados; esto es, a los conceptos, soportes y prácticas anteriores al arte conceptual, tales como los valores esencialistas de lo bello, lo universal, lo clásico y lo auténtico, el “rito contemplativo de la pintura” y la superioridad de las “bellas artes” sobre lo experimental, lo popular o de masas, propio de su “tradición aristocratizante” (Reference RichardRichard 1994, 38).
Continuando el ejercicio anterior de ver al campo oficial como reverso del arte de avanzada, investigaciones recientes han usado la denominación de “escena institucional del arte en dictadura”, para referir la “variedad de imaginarios desde el paisaje nacional, pasando por la pintura histórica, la representación de batallas y héroes militares hasta llegar a la exaltación de la subjetividad individual del artista” (Reference Avalos, Quezada, Polgovsky, Ilabaca, Halart, Quezada and ÁvalosAvalos y Quezada 2014, 17). Sin un plan articulador o una elaboración teórica categorizadora, esa escena representaría el gusto o preferencia por tópicos aparentemente despolitizados, posible de encontrar sobre todo en el arte academicista, pero también en ciertas expresiones del arte contemporáneo, incluso de artistas disidentes.
Sin ser incorrecta, pero tampoco suficientemente elaborada, la noción de lo institucional proviene de los estudios sobre arte, pero oscurece la diversa producción promovida o aceptada por la institucionalidad oficial. Su valor, por supuesto, recae en trasladar el análisis al campo del arte, permitiendo con ello que la reflexión sobre la denominación de la acción cultural autoritaria profundice en sus contenidos (preferencias formales, temáticas e interpretativas), aparte de su capacidad proyectiva. No obstante, perpetúa implícitamente la idea de que la contraparte de la escena oficial era el arte conceptual chileno, cuando en realidad lo era la estética de protesta y, en menor medida, el arte comprometido, cuyos códigos representacionales lograba reconocer.
Finalmente, también se ha usado la expresión “perfil estético” (Reference Errázuriz and LeivaErrázuriz y Leiva 2012, 7), procurando orientar con ello una mirada amplia que agrupe toda la producción simbólica, artística o no, en el entendido de que el régimen canalizó sus principios culturales más bien en la estética cotidiana que en la especializada. Se está aquí más cerca de apelar a una cultura visual del autoritarismo. Puesto que esta perspectiva se asocia al concepto de golpe estético, volveremos sobre ella más adelante.
En el entendido de que una denominación no puede cubrir la complejidad de la realidad social a la que alude, parece de todos modos necesario cuestionar sus fundamentos y los supuestos que naturaliza. Así como las investigaciones sobre gráfica y arte de oposición (Reference CastilloCastillo 2006; Reference Vico and OssesVico y Osses 2009; Reference ValdebenitoValdebenito 2010; Reference VicoVico 2013; Reference Cristi and ManziCristi y Manzi 2016) permiten concluir que hubo varios márgenes artístico-culturales durante la dictadura, lo investigado sobre ésta permite sospechar que su escena institucional fue más diversa y menos institucionalizada de lo que se piensa, por cuanto la acción estatal se desplegó paralelamente desde sus diversos organismos, cuyas ocasionales coordinaciones no evitaron la heterogeneidad y contradicción de criterios.
El problema de la filiación
¿Se está frente a coqueteos con el fascismo, el arte totalitario o a una estética tradicional militarizada?Footnote 8
Para Errázuriz (Reference Errázuriz2006, 65) “la política cultural del régimen militar chileno asume rasgos y tendencias propias de sistemas totalitarios, los cuales irán modificándose y evolucionando a lo largo del tiempo”.Footnote 9 La censura, la intervención de las instituciones culturales, la promoción de contenidos nacionalistas y de estilos monumentales, posibilitarían esa equiparación. Por su parte, el uso del fuego en la ceremonia de Chacarillas (1977), en el monumento “Llama eterna de la libertad” (1975) y en el Festival de la Canción de Viña del Mar, mediante las antorchas del público, evocarían un aroma fascista para Cáceres y Millán (Reference Cáceres and Millán2014).
Probablemente, este ejercicio de filiación deriva, en parte, de la influencia de las teorías del totalitarismo o del fascismo (Reference TraversoTraverso 2001), para analizar las dictaduras. Pero, más allá de las proximidades que la represión y ciertos símbolos o actos públicos pudieran sugerir, entender la acción artístico-cultural del autoritarismo chileno requiere considerar la naturaleza del régimen, tanto como contrastar sus rasgos político-estéticos con los de los regímenes totalitarios y fascistas.
Como es sabido, en cuanto a la naturaleza de la dictadura chilena, no cabe la calificación de totalitaria o fascista, por múltiples razones: sus diferentes modelos de desarrollo, estructuración de clases o intereses sociales y de los Estados (Reference BorónBorón 1996, 227–262; Reference CardosoCardoso 1985; Reference O’DonnellO’Donnell 1982); la preeminencia de los militares sobre los civiles, por mucho que estos participaran de la conducción del régimen; el desajuste del personalismo de Pinochet con la figura del Jefe (bajo el cual se subordina todo el sistema y que establece una relación carismática con la población); la carencia de una ideología compacta distinguible, capaz de subordinar completamente el orden jurídico y social; la inexistencia de un partido único, como unidad disciplinada e iluminada que cree conocer las leyes de la historia y sigue la voluntad del Jefe; el esfuerzo por desmovilizar en vez de movilizar a la población; y el desinterés o incapacidad para transformar la cultura en propaganda, pese a la instrumentalización de los medios, con la misma intensidad que lo hizo el fascismo (Reference ÁlvarezÁlvarez 1987).
Para la contrastación con el modelo cultural totalitario y fascista, podría tenerse en cuenta la emblemática noción de estetización de la política benjaminiana, que, aunque revisada, mantiene vigencia al reconocer la centralidad que tuvo la cultura y el arte para los fascismos, y al destacar que utilizó el arte reproductible para fascinar y dominar las masas mediante un espectáculo que socavaba la racionalidad, contribuyendo a militarizar la población y a provocarle placer en su propia autodestrucción (Reference BenjaminBenjamin 2003). Por su parte, la noción de arte totalitario (Reference GroysGroys 2008) caracteriza un proyecto cultural planificado de Estado (marxista o de ultraderecha), al servicio de la ideología estatal, dominado por la gráfica y el arte de propaganda (Reference HellerHeller 2008), cuyos estilos preferentes eran el realismo socialista o el realismo heroico, el academicismo y el monumentalismo, y cuyos motivos eran los revolucionarios, históricos y el culto al líder (Reference GubernGubern 2005).
En suma, pese a los vaivenes y complicaciones documentados, esos conceptos describen un sistema relativamente coordinado, que, siguiendo un plan definido desde la ideología, censura y dirige la producción cultural, transforma el arte y la cultura en modos de propaganda intensiva, y controla el pensamiento a través del uso extremo de los medios de comunicación, convertidos en piezas centrales de la publicidad totalitaria (Alvarez 1987). Claramente, pese al uso propagandístico de los medios, tal sistema no calza con la acción autoritaria chilena.
Y es que, sin un proyecto artístico-cultural, sin una ideología única y sin siquiera darle centralidad a la política cultural dentro de su política pública, el régimen chileno bebió del imaginario militar, nacionalista y conservador, preexistente y enraizado en parte de la población antes del golpe. De allí que en la estética oficial y la propuesta cultural que impuso en las escuelas, los actos públicos y las actividades destinadas al público general (ya dijimos que criterios más modernos coexistieron en el circuito propiamente artístico), fomentara el gusto por la simbología o la solemnidad marcial, las formas academicistas, lo figurativo, el rescate de las raíces, los motivos patrióticos y los conceptos espiritualistas sobre el arte.
En definitiva, habría que desafiliar la acción artístico-cultural autoritaria de los modelos totalitarios o fascistas y sopesar más el peso de la tradición local en ella.
El problema del alcance
¿El golpe militar habría implicado (y proyectado sobre la dictadura) una negación de la cultura, una consumación de la vanguardia (artística) o un golpe estético? ¿Qué lugar habría ocupado el arte en la acción cultural y la política pública general de la dictadura?
Sin estar explícitamente enunciado, la focalización de los estudios en la actividad cultural de la oposición y la asunción de que el apagón cultural dominó (con la misma uniformidad) la escena oficial por diecisiete años, indica la presunción de una dictadura sin, o con una insignificante, actividad cultural. Por otra parte, el profundo efecto de la represión constante o el peso de una tradición analítica surgida de las teorías del totalitarismo, han podido proyectar también sobre el caso chileno la presunción de un divorcio entre dictadura y cultura. De allí que, salvo los estudios sociológicos de los años ochenta, recién en la última década hayan aparecido más investigaciones históricas sobre el campo cultural oficial. En cualquier caso, estas presunciones han retrasado la comprensión de la revancha cultural tradicionalista que supuso el golpe militar contra la política cultural de la UP, la comprensión de su conexión con los valores culturales nacionalistas-conservadores, de su papel en la construcción del autoritarismo chileno, y en particular, de la fabricación de un imaginario y de una adhesión social, en algunos casos fiel hasta la posdictadura.
Por otro lado, una polémica sobre el papel del arte experimental chileno surgido en dictadura (“escena de avanzada”), ha interpelado la proyección cultural del golpe militar. Para Richard, éste inauguró una “zona de catástrofe” en el que “ha naufragado el sentido, debido no solo al fracaso de un proyecto histórico, sino al quiebre cabal del sistema de referencias sociales y culturales que hasta 1973 articulaba —para el sujeto chileno— el manejo de sus claves de realidad y pensamiento” (Reference Richard and RichardRichard 1987, 2). Por tanto, al subvertir los cánones tradicionales de representación desde los márgenes del sistema del arte, la escena de avanzada habría realizado la ruptura propia de la neovanguardia.
En cambio, Thayer minimiza dicha ruptura pues, a su juicio, el golpe mismo habría sido la “consumación de la vanguardia” artística: el “Golpe de Estado realizó la voluntad de acontecimiento, epítome de la vanguardia, y abrió la escena posvanguardista en que ya no será posible corte significativo alguno. La escena post-vanguardista solo posibilita rupturas insignificantes. A partir de septiembre de 1973 no es posible considerar ninguna práctica como crítica de la representación ni como voluntad de presencia, porque no hay una representacionalidad en curso, sino, más bien, escena sin representación” (Reference ThayerThayer 2006, 16). En el fondo, para Thayer (Reference Thayer2006), la dictadura compartiría una similar voluntad fundacional, estructuralmente hablando, con la neovanguardia artística, y habría neutralizado su eficacia rupturista.
Aunque girara sobre el arte de avanzada, la polémica anterior discutió la comprensión del golpe militar como destrucción del modelo psicosocial previo o de la representación misma (por el golpe a la subjetividad que supuso). Lógicamente, dicha ruptura (cual fuera ella) se proyectaría sobre la dictadura. Entonces, desde esta perspectiva importaría poco si su política artístico-cultural fue o no programática, y si sus contenidos fueron nítidos o de calidad, pues o bien la dictadura habría quedado oscurecida por el naufragio del sentido, o bien cargaría con la potencia refundacional de su origen. De cualquier forma, su política cultural sería resultado de la proyección del Golpe, no de su propio proceso posterior.
Otra hipótesis más histórica, que ya adelantamos, enfatizó su condición de golpe estético. A partir de la idea de que todo Estado seduce a la población para producir la cohesión social necesaria para su existencia, se destacaron los mecanismos cotidianos —en arquitectura, numismática, actos públicos, publicaciones emblemáticas e incluso apariencia personal— por los que la dictadura chilena apeló a la sensibilidad del ciudadano y simbolizó su imaginario. Así, para esta perspectiva, la implicación cultural de la dictadura no derivaría de su relación o disyunción con las artes, sino de la estética cotidiana, a través de la cual aquella operó su imaginario sobre la subjetividad social (Reference Errázuriz and LeivaErrázuriz y Leiva 2012).
En suma, si bien es clara la variabilidad en la forma de reflexionar el alcance estético-cultural del golpe de estado y el lugar del arte en la cultura dictatorial, hay acuerdo en que el régimen no priorizó el desarrollo de un proyecto estético ni cultural distintivo y en que su política cultural fue secundaria entre las políticas públicas.Footnote 10 No obstante, se sabe también que fue capaz de intervenir la esfera cotidiana y las instituciones educativas para desplegar sus preferencias estéticas e imaginario sociopolítico a través de diversos soportes y prácticas que interpelaron a (e influyeron sobre) la población. Sería relevante asumir, entonces, que la inexistencia de un programa cultural no inhibió la generación (o restauración) de algunos iconos, símbolos, conceptos e interpretaciones, así como no impidió una relación ambivalente con la neovanguardia: todo ello, aunque sin conformar un sistema compacto, construyó un marco de referencias simbólicas —una propuesta de lo apropiado o deseable— para las nuevas subjetividades que se esperaba crear. Más aun, el hecho de que la dictadura, sin ejercer un dirigismo totalitario, fuera capaz de proyectar su modelo de sociedad hacia la posdictadura y que ésta terminara validándolo, sugiere el éxito de esa intervención sobre ciertas subjetividades, al menos de los grupos dirigentes que lideraron la posdictadura, y obliga a revisar el papel que le habría cabido a su propuesta cultural en ello.
El problema de la comparación con las dictaduras sudamericanas
¿Cuál sería la unidad analítica apropiada para el caso chileno? Si bien existen coincidencias fundamentales que permiten caracterizar las dictaduras latinoamericanas de los años setenta y ochenta como un conjunto, hay también diferencias suficientes que hacen del Cono Sur una unidad específica. Respecto de la dictadura brasileña (1964–1985), por ejemplo, la antelación temporal de su instalación, el imaginario desarrollista y estatista de los militares así como la tradición populista heredada del varguismo, el despliegue de un Plan Nacional Cultural para la integración nacional auspiciado por el Estado, para lo cual el Gobierno recurrió a intelectuales y artistas de oposición, lo cual consolidó una política de distensión desde 1975 (Reference Napolitano, Rollemberg and QuadratNapolitano 2010, 145–174), configuraron un entorno simbólico muy diferente, al punto que se discute su condición de dictadura hacia los ochenta (Reference AraoArao 2012).
Por otro lado, entre las dictaduras del Cono Sur, el caso chileno parece aproximarse más al uruguayo y argentino en el plano cultural. En efecto, respecto de la dictadura paraguaya (1954–1989), al contrario, la brecha temporal en su inicio, el rezago del desarrollo capitalista en el país, la estructuración de clases sociales y de alianzas en base a relaciones patrimonialistas, el hecho de que Stroessner asumiera la presidencia después de ganar las elecciones como candidato único y que permaneciera durante treinta y cinco años en el poder, la omnipresencia del partido oficial y su considerable base social, la extrema personalización —casi religiosa— que adquirió el régimen en la figura del dictador, y el peso de la cultura rural y tradicional (Reference SchvartzmanSchvartzman 2011), conformaron un entorno comunicacional y cultural demasiado disímil.
Por otro lado, el discurso cultural de la dictadura peruana de Velasco Alvarado (1968–1975) pareció situarse en las antípodas del chileno. Su discurso nacionalista y popular le llevó a respaldar —no sin resistencias internas y del sistema artístico— la búsqueda por “superar las barreras del museo, la galería y el teatro tradicionales”,Footnote 11 revalorar la cultura indígena, mestiza y del folclor, a la vez que apoyar a las vanguardias artísticas en la puesta en crisis de las prácticas y jerarquías tradicionales de producción y categorización: ello, por medio de los “Contacta, Festival de arte total”, en que todo el mundo era invitado a crear y experimentar.Footnote 12 Dichos festivales, que fueron financiados por el Estado, pretendieron reunir el arte convencional con el popular, mostrando el lazo entre los artistas y el pueblo, y promoviendo el arte contemporáneo.Footnote 13 Además, la dictadura velasquista desplegó una propaganda estéticamente sofisticada para movilizar la participación social en sus reformas progresistas, especialmente la agraria (Reference CantCant 2012). Por su parte, el segundo gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas (1975–1980) desmanteló las reformas, incluida la cultural, pero sin galvanizar el proyecto cultural de las derechas.
En cambio, las dictaduras uruguaya (1973–1985) y argentina (1976–1983) compartieron con la chilena su instalación en una etapa más avanzada de la Guerra Fría, países con mayor avance de la urbanización y del capitalismo, clases medias más consolidadas, formación de Juntas Militares de Gobierno con propósitos fundacionales, la centralidad de la identidad nacionalista y la presencia del credo neoliberal. Puede ser que la existencia de guerrillas en Uruguay y Argentina indujera una mayor legitimación sobre la represión, incluso respaldo en la segunda, y que en Argentina la resocialización se canalizó en la educación y la acción de la Iglesia Católica (Reference ValdiviaValdivia 2010, 173–174). No obstante, como en la chilena, sus políticas culturales fueron más institucionales que personalistas y, para llevarlas a cabo, sus aparatos ideológicos fueron los que asumieron el papel de conectar a la población con la cultura política del régimen y de reeducarla en la salvación nacional (sin el partido único paraguayo). Por ello, constituyen referentes comparativos más válidos para el caso chileno.
La dictadura uruguaya despolitizó la actividad cultural y la vinculó con los medios de comunicación en expansión (Reference Marchesi and DemasiMarchesi 2009). Sus bases fueron las corrientes conservadora tradicional, neoliberal y de Doctrina de Seguridad Nacional, que configuraron una cultura expresada en la exacerbación nacionalista, en el despliegue de un sistema de medios oficial y en la educación para el desarrollo de nuevos referentes para la juventud, como la educación moral y el deporte, que fueran alternativas a la política y la guerrilla (Reference MarchesiMarchesi 2010, 131–191). Su Dirección Nacional de Relaciones Públicas (DINARP) evaluó la propaganda y programación extranjera radiofónica, permitió una temprana pero reducida esfera pública de discusión (mediante prensa escrita) e implementó una activa política audiovisual, destacando aspectos que el proyecto mesocrático y montevideano del batllismo había descuidado (Reference MarchesiMarchesi 2001). Allí parece haber residido parte de su especificidad.
También la cultura fue controlada por la dictadura argentina, considerada tan peligrosa como la subversión armada, por efecto de la “infiltración extremista” (Reference Álvarez and BernasconiÁlvarez y Bernasconi 2012, 9–20). Por ende, fue distintivo en ella concebir la política cultural en oposición al peronismo, tanto como el intento por desarrollar una nueva propuesta de educación artística, a la par con la educación cívica y moral (Reference Piñero and ChávezPiñero 2010, 269–292), y el especial control sobre las vanguardias artísticas de los sesenta, las cuales, en paralelo a la “modernización cultural”, habían profundizado la experimentación formal y el compromiso político (Reference RodríguezRodríguez 2010, 59–74). En cambio, sus valores culturales generales —espiritualidad cristiana, historia nacional, familia y orden—, la desconfianza de la juventud universitaria (Reference Rodríguez and SopranoRodríguez y Soprano 2009) y la oposición de la alta cultura a la popular, fueron comunes con sus pares chilena y uruguaya. Como la chilena, la trasandina reservó a los municipios un rol fundamental en el disciplinamiento micro-social (Reference ZapataZapata 2009). Como la uruguaya, usó intensamente los medios de comunicación, particularmente los audiovisuales y los espectáculos deportivos, para instalar su discurso.
Ciertamente, la política cultural de la dictadura chilena compartió con los últimos casos la combinación de un discurso grandilocuente con un descuido práctico y la falta de artistas orgánicos que lideraran un proyecto estético propio. También compartió el mismo guión (destrucción marxista seguida de la paz militar), la misma base nacionalista y similares oposiciones discursivas. Sin embargo, aunque intervino los medios, como veremos luego, la apertura económica facilitó la extranjerización de su programación, a costa de su imaginario nacionalista tradicional. Por otra parte, la Dirección Nacional de Comunicación Social (DINACOS) se asemejó a la DINARP, concentrándose en la censura, la manipulación informativa y en campañas publicitarias coyunturales, aunque sin planificación de largo plazo ni desarrollo de una verdadera política audiovisual (Reference Chadwick, Justiniano, Martin and RiutortChadwick et al. 1999).
Por otro lado, la dictadura chilena tampoco dedicó esfuerzo al campo de la educación artística, como ocurrió en la argentina, ni financió filmografía aliada o propia, salvo escasas excepciones (Reference HortaHorta 2017). Suponemos, por tanto, que si para las tres dictaduras la política cultural fue secundaria, para la chilena lo fue aún más; que se dedicó más a censurar la estética de protesta que a vigilar la neovanguardia artística, tanto por su desarrollo tardío y sutileza política como por el desconocimiento de sus códigos; además de la temprana entrega del campo artístico a las leyes del mercado.
El problema del uso de los medios de comunicación
¿El uso de los medios se aproximó a una propaganda totalitaria? La dictadura utilizó los medios comunicacionales, especialmente la televisión, entonces fuente principal de información y entretención de los chilenos, para efectos de manipulación sicológica, propaganda y desinformación. Un breve repaso lo refleja.
Para el golpe de estado de 1973, cortó las transmisiones de Televisión Nacional (TVN, del Estado) y dejó al Canal Trece, de la Universidad Católica, reportar los eventos que le interesó difundir. El mismo año montó otra operación mediática para la visita de un delegado de la Cruz Roja Internacional al campamento de detenidos políticos de Pisagua. Cuatro años más tarde, el acto de Chacarillas, consistente en un desfile de jóvenes dirigidos a presenciar el discurso de Pinochet sobre la institucionalización del régimen, fue convertido en un evento televisivo. Desde 1980, la prensa publicitó las reformas previsionalFootnote 14 y laboral, mientras que desde algunos años antes la televisión justificaba la política de shock económico mediante microprogramas de educación al consumidor, especialmente dirigidos a las dueñas de casa (Reference ValdiviaValdivia 2010), a la vez que apoyaba el discurso modernizador con una campaña de hábitos y costumbres y con sus shows estelares.Footnote 15 En 1980, TVN realizó un montaje sobre la captura de un foco del proscrito Movimiento de Izquierda Revolucionario, en coordinación con los aparatos de seguridad.
Por otro lado, al igual que las dictaduras vecinas, la chilena encontró en el fútbol la circunstancia privilegiada para desplegar su mensaje. En 1973, la prensa presentó el viaje de la selección nacional a la Unión Soviética, para las eliminatorias del Mundial, como ejemplo de normalidad, corrección y valentía; a la vez que, pese al rompimiento de relaciones, mostró la ausencia de la selección rusa para la revancha en Santiago, como rencor y cobardía de la potencia comunista. A su vez, en 1982 contrarrestó la crisis económica con la participación chilena en el Mundial, exacerbando el triunfalismo mediante la retórica periodística de un país poderoso y cohesionado, mientras que la derrota fue atribuida, por un alto funcionario, al burocratismo y proteccionismo que impedían el crecimiento del deporte mediante la libre competencia (Reference VilchesVilches 2013; Reference DuránDurán 2012). El gasto de dinero en la selección y en el show mediático asociado, fue tan desmedido para tiempos de recesión, que tras el torneo, constituyó otro gran tema de discusión, incluso de los mismos medios. En palabras del cantante Osvaldo Díaz: “Lo que más me llamó la atención de toda esta historia mundialista de Chile fue el tremendo esfuerzo de los medios de comunicación para transmitir o reportear el Mundial. Con eso todas las otras actividades quedaron opacadas, ya que se sobredimensionó la importancia del fútbol”.Footnote 16 Por su parte, el escritor Jorge Edwards comentó: “Lo grave consiste en haber acaparado el tiempo de los chilenos durante más de dos años, olvidando que se trataba de un juego, convirtiendo el asunto en una obsesión o un delirio colectivo. Las delirantes ilusiones, cultivadas por el 90 por ciento de nuestros compatriotas, se desinflaron en menos de una semana”.Footnote 17
Los años siguientes continuaron las campañas. Entre 1983 y 1984, con la complicidad de la televisión, se difundió la supuesta aparición de la Virgen de Villa Alemana, para distraer de las protestas nacionales y debilitar la crítica de la Iglesia, mientras que los breves spots publicitarios convencían al público que el reajuste económico respondía al bien común. Con el mismo fin, en 1986 el paso del cometa Halley fue convertido en un acontecimiento histórico, mediante transmisiones anticipadas y un concierto musical en favor de la unidad nacional, transmitido en vivo por TVN. En 1987, para la visita del Papa, se consiguió fotografiarlo con el dictador en el balcón presidencial, fuera de protocolo, y se cambió el eslogan “mensajero de la vida”, ideado por la Iglesia para criticar la represión estatal, por el de “mensajero de la paz”. En 1988, la campaña del “Sí” para el plebiscito convocado por la dictadura, remarcó la idea de un país ganador e incluso se eliminó de la competencia internacional del Festival de Viña —clímax del show musical oficialista— a la canción peruana “No vas a hacerme el amor”, porque repetía treinta y seis veces “no” (Reference FuenzalidaFuenzalida 2006).
Como si lo anterior fuera poco, además de abultar la franja de entretención en sus carteleras, los medios repitieron los comunicados oficiales de DINACOS en sus informativos y los noticiarios televisivos emitieron directamente las grabaciones que los aparatos de seguridad les entregaron sobre falsos enfrentamientos (Informe especial 2015).
En suma, tales noticieros fueron el espacio ideal para manipular la información, los microprogramas de educación al consumidor-ciudadano fueron ideales para justificar y reeducar en el nuevo modelo económico y sociopolítico, y la programación de entretención, para alivianar los efectos de ambos o para generar conformidad.
En todo caso, el autofinanciamiento de los medios impuesto por la economía neoliberal, más allá de su control y uso propagandístico, redundó en la exacerbación de su perfil comercial y recreativo en vez del de una publicidad totalitaria. Es decir, reforzó un sistema que confiaba más en la censura y el control que en la producción de contenidos de efecto ideológico-cultural distintivo y hegemónico (Reference BrunnerBrunner 1981, 91–96). Tal como señaló Munizaga, la política comunicacional autoritaria fue activa, pero no en la forma de un sistema continuo, explícito, centralizado y articulado con los demás agentes oficiales de producción simbólica, como en los fascismos, sino que en la de uno diversificado, que contaba con la connivencia del sector privado (Reference Munizaga1983, 7–30).
A la larga, ese sistema incubaría el proceso formativo del “nacionalismo de mercado”,Footnote 18 en que, gracias a unos medios de comunicación convertidos en ejes del imaginario público, se subordinó paulatinamente la dimensión socio-cultural de los fenómenos mediáticos masificados (incluyendo los movilizadores de la identidad colectiva), a su faceta comercial, convirtiéndolos en espectáculos-mercancía. El proyecto modernizador autoritario pondría, así, la “chilenidad” al servicio del libremercadismo.
El problema del reconocimiento
¿Puede hablarse de una dimensión productiva en la acción artístico-cultural de la dictadura? ¿En qué medida ello replantea la identidad represiva y global del régimen?
Como se ha visto, hablar de la acción artístico-cultural de la dictadura chilena supone sopesar no solo su política de censura y coerción cultural, sino que la producción de lineamientos ideológicos, contenidos y regulaciones a las instituciones y prácticas comprometidas en dicha esfera, por muchas que fueran sus limitaciones. Al mismo tiempo, supone revisar la interpretación (irónicamente generada desde la misma dictadura) de “apagón cultural”, para precisarlo con mayor rigor. Sin embargo, urge historizarlo: es decir, distinguir sus variaciones y matices temporales, institucionales, discursivos o en el tipo de actividades. Porque ya sabemos que hubo diferencias entre la política oficial hacia el circuito artístico y hacia el público general o escolar; sabemos que hubo diferencias en las formas en que se afrontaron los imperativos simbólicos y económicos desde los museos, la DIBAM, el Departamento de Extensión Cultural de Ministerio de Educación (MINEDUC), la Secretaria de Relaciones Culturales o las secciones culturales municipales; por último, sabemos que hubo diferencias en los énfasis discursivos y las posibilidades de acción según los vaivenes de las políticas públicas, del acomodo interno de los grupos de poder, del contexto tecnológico y del proceso político (cercanía del golpe, recrudecimiento de las protestas a comienzos de los años ochenta, inminencia del plebiscito de 1988, etc.). Por lo demás, la relevante actividad itinerante desplegada por el MINEDUC y su éxito de público, exige cuestionar el supuesto inmovilismo uniforme del apagón cultural.
Así pues, más allá de la eficacia, coherencia o condición proyectiva de la producción cultural oficial, es claro que ella supuso, junto a los aspectos represivos, la (re)creación de cierto modelo cultural desde el Estado. Es en ese sentido que puede hablarse de una dimensión productiva en aquella.
Por cierto, reconocer tal dimensión productiva en lo cultural, implica reconocer, en consecuencia, que la dictadura chilena no solo se sustentó en la persecución y la vigilancia para someter a la ciudadanía, sino que buscó crear adhesión social tanto como para generar una nueva mentalidad (o restaurar la usurpada por el marxismo) mediante su acción artístico-cultural; esto es, pretendió contratacar las funestas revoluciones “semántica”, “de los gustos” y “de las conductas” que aquel habría intentado.Footnote 19 Por cierto, identificar la dimensión productiva implica también reconocer que esa acción cultural fue, en cierto modo y sin perder su especificidad, complemento de la represión, como parte de la lucha mundial entre “la cultura marxista y la cultura occidental cristiana”.Footnote 20 De allí que pueda decirse que su análisis obliga a complejizar la comprensión de la identidad global del régimen, por cuanto su construcción social no descansó solo en la manipulación o terrorismo de estado, sino en la capacidad de proponer y establecer relaciones de pertenencia, mentalidad y de intereses con la ciudadanía.Footnote 21
Consideraciones finales
Sin que fuera factible agotar aquí todas las aristas analíticas a tener en cuenta para pensar la acción artístico-cultural de la dictadura chilena, estas siete cuestiones pueden activar otras preguntas e hipótesis que permitan avanzar en la elaboración de un marco interpretativo de la misma. Por lo pronto, levanta conjeturas en dos ámbitos.
Para el ámbito de la dictadura, la necesidad de superar explicaciones dicotómicas o unilaterales sobre la cultura dictatorial —que simplifican su poliédrica contextura y los sentidos que intentó o logró entretejer con las subjetividades—, para problematizar las categorías denominativas, comparativas, de enfoque y de periodización con que se la analiza. Igualmente, la relevancia de tener en cuenta los diversos aportes disciplinarios que previenen tanto contra el determinismo político o económico sobre el espacio artístico-cultural, como contra el aislamiento mistificador de éste, respecto de dichas influencias. Tampoco se debe olvidar que la propuesta cultural autoritaria se desplegó desde entidades privadas (institutos culturales municipales, sociedades de amigos, etc.) y desde entidades públicas no directamente dedicadas a lo cultural (Dirección General de Deporte y Recreación, por ejemplo), aunque fueron los organismos estatales centrales los agentes indiscutidos de esa propuesta.
En cuanto al ámbito de la resistencia cultural,Footnote 22 contraparte de la dictadura, que abarcaba desde la gráfica al activismo artístico,Footnote 23 se puede sostener que desafiaba los cánones políticos oficiales, pero no siempre los estéticos. Primero, porque el régimen albergaba diferentes sensibilidades, desde las más conservadoras de las instituciones culturales generales, hasta otras más liberales de la crítica de arte o del periodismo cultural oficialistas. Segundo, porque el activismo artístico no solo cuestionó al régimen, sino a la propia resistencia cultural y al mundo artístico, al poner en entredicho tanto la estética contestataria tradicional como la idea del arte por el arte. De modo que —cuando no interrumpía el orden público— resultaba difícil, para esta dictadura, saber cómo reaccionar frente a sus acciones, tales como la anilina roja o los paquetes lanzados al río Mapocho, los volantes arrojados desde avionetas, los crípticos manifiestos artísticos leídos en las calles o las intervenciones urbanas.
Por último, aunque enemiga de la crítica explícita e ignorante de la politicidad de las formas, a la dictadura no le habría resultado tan clara la distinción entre arte militante y de avanzada propuesta por la teoría, pues el activismo artístico le enseñó que el último podía ser una vía de lucha política directa a la vez que de subversión del lenguaje estético. Por ende, al régimen no le fue evidente la supuesta oposición entre la “moral humanista” del sujeto trascendente de la resistencia (arte militante) y la desideologización del sujeto fragmentado del arte de avanzada (Reference RichardRichard 2011, 26–27); y no solo por desconocimiento teórico, sino por una cuestión práctica: si ya sospechaba de la cultura contestataria, a la larga aprendió a hacerlo de las acciones de denuncia contrabandeadas por cierta neovanguardia. Así pues, este proceso de conexión de algunos artistas con la resistencia política en los ochenta, objetaría la disociación teórica entre arte de avanzada y militante, y la ventaja rupturista y crítica atribuida solo al primero; a la vez, desmitificaría la política oficial hacia aquellos como una reacción monolítica. De hecho, la ambivalencia dictatorial hacia el arte, en general, y hacia el arte contemporáneo, en particular, constituye un indicio sugerente respecto de su discurso cultural, tanto como de su interacción con (o intervención de) los espacios de resistencia, disenso y afinidad. Pero esta arista espera por una investigación más profunda.