En aquella remota época, cuando la mayor parte de España estaba en poder de los árabes, cuando bajo el yugo de los sarracenos innumerables fieles cristianos sufrían en tierras moras amarguísima esclavitud, con grave peligro para la salvación de sus almas y seguridad de sus vidas, la Augusta Reina de los Cielos, atenta a tan graves males, ocurrió en su infinita caridad para redimir a los cautivos.
Como el célebre San Agustín, famoso Obispo de Hipona, autor de las Confesiones, en sus fecundos Soliloquios, el bienaventurado Pedro Nolasco, cuyo corazón estaba lleno de piedad, meditaba en los medios a escoger para librar a los cristianos cautivos o disminuir las penas de su cautividad. Y se consagró de tal manera, que la Santísima Virgen, apareciéndosele, expresóle que tanto Ella como su unigénito Hijo, aceptaban se fundase una orden de religiosos que se encargara de la liberación de los cautivos cristianos del poder otomano simbolizado por la Media Luna y guiado por los principios de Mahoma.