Un fantasma recorre México, nuestras vidas. Somos Tlatelolco.
José Revueltas, México 68El 2 de octubre de 2018 marcó el quincuagésimo aniversario de la masacre del aún desconocido número de estudiantes, transeúntes y otros inocentes en la Plaza de Tlatelolco. A pesar de que ya han pasado cincuenta años, la memoria de aquel día se mantiene viva, tal como lo dice el lema popular “el 2 de octubre no se olvida”. Tampoco se olvida la asignatura pendiente de la justicia, lo que se comprobó el 2 de octubre de 2018 con la marcha que hicieron miles de personas desde la Plaza de Tlatelolco hasta el Zócalo de la Ciudad de México. Si bien muchos han querido tratar el año 1968 como un fenómeno global (Praga, París, Berkeley …), el 68 mexicano es único (véase, por ejemplo, Reference KurlanskyKurlansky 2004; Reference Sherman, van Dijk, Alinder and AneeshSherman, van Dijk, Alinder y Aneesh 2013). Entre la impunidad de los responsables de la matanza y el hecho de que aún viven víctimas y sobrevivientes que buscan respuestas, México es, como señala Enrique Krauze (Reference Krauze1998, 39), “quizás el único país del mundo donde el 68 sigue vivo”.
Como parte del Memorial 68 del año 2018, se presentaron cuatro obras teatrales: Conmemorantes (1981) de Emilio Carballido, Palinuro en la escalera (1977) Reference del Pasode Fernando del Paso, La hecatombe (2018) de Juan Tovar y A Chuchita sí la bolsearon, sí la llevaron al baile y sí le hicieron de chivo los tamales (Reference Rojo2018) de Las Reinas Chulas.Footnote 1 Llama la atención que todas, exceptuando Conmemorantes, son farsas, especialmente cuando se añaden a la lista Olimpia 68 (2008) de Flavio González Mello y México68 (Reference Olguín2018) de David Olguín, dos farsas que se montaron durante las mismas fechas pero fuera del marco del Memorial 68 organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).Footnote 2
Aunque el encasillamiento de obras dentro de géneros dramáticos se ha vuelto casi obsoleto frente al énfasis crítico-teórico actual en el teatro expandido, liminal y posdramático,Footnote 3 el que estos creadores hayan enfáticamente etiquetado sus obras como farsas y el que estas piezas hayan sido seleccionadas para una conmemoración clave motiva a cuestionar por qué esta forma de expresión teatral ha sido elegida recurrentemente para abordar el tema del 2 de octubre de 1968. Si bien puede sorprender y hasta ofender el uso de la farsa para retratar este momento tan doloroso y álgido de la historia mexicana, se verá que este género antiguo, pero subestimado, es el más apropiado para retratar un año de exorbitante violencia. A través de la farsa, estos dramaturgos expresan de manera sorprendentemente realista lo exagerado y absurdo de las acciones y reacciones que concluyeron en el sangriento golpe asestado al movimiento estudiantil. En efecto, se pone en escena la famosa máxima de Marx, según la cual los episodios históricos más importantes ocurren dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda vez como farsa. Para mostrar que la farsa es el vehículo dramático idóneo para montar de nuevo el 68 mexicano, este estudio se fundamenta en la teoría crítica sobre la tragedia y la risa, en la percepción extendida de la historia mexicana como una farsa y en la tradición teatral mexicana de utilizar este género para la representación de circunstancias históricas tan disparatadas que sobrepasan los límites de la imaginación.
Frente a cincuenta años de producción teatral sobre el tema de Tlatelolco, el objetivo de estos dramaturgos es crear algo nuevo sobre la base de algo que se conoce demasiado bien. La lente distorsionada y la teatralidad desbordante de la farsa sirven para obligar al público a distanciarse y mirar con ojos nuevos este capítulo histórico más que consabido. Poniendo de blanco al gobierno mexicano y sus mandatarios, estas farsas logran provocar la risa sin disminuir o negar el trasfondo trágico. En su estudio sobre la risa y la tragedia, Claudia Gidi (Reference Gidi2016, 173–174) concluye que “[estas] visiones ‘descentradas’ del mundo [forman] parte de proyectos liberadores y contestatarios. […] [E]l lector/espectador se ríe de situaciones que aluden a una realidad terrible porque han sido llevadas al terreno de la farsa. El efecto es desautomatizador: vemos con extrañeza lo que ha podido parecernos natural, a fuerza de convivir con ella de manera cotidiana. […] [P]rovoca una risa que moviliza la conciencia y puede constituir en sí mismo un acto de rebeldía”. La risa amarga e irónica de la farsa no es la risa alegre y cómoda de la comedia, sino “la risa teñida de desencanto”, la que le permite al público distanciarse del fondo trágico y hasta reírse de un episodio cardinal en la historia nacional que, si bien no se olvida, ha llegado a naturalizarse con el pasar de los años (Reference GidiGidi 2016, 139).
Como bien se sabe, hay dos vertientes en la historia del 68 y del 2 de octubre en particular.Footnote 4 Por un lado, está la historia oficial, la que Krauze (Reference Krauze1997, 448) llama “la mentira vuelta verdad institucional”. Esta es la consabida historia de que aquí no ha pasado nada, la que borra la evidencia, minimiza los actos y oculta los datos. A través de los años, el gobierno ha promovido la amnesia a través de mentiras descaradas, la censura, la falta de acceso a los archivos oficiales y textos pedagógicos que superfluamente comentan lo que es un parteaguas en la historia mexicana.Footnote 5 Por otro lado existe la historia no oficial, la memoria colectiva que cuenta hasta mil muertos aquel día en la Plaza y que no deja que se olvide la brutalidad de las fuerzas de represión y mucho menos la impunidad que aún reina cincuenta años después. Esta memoria popular del 2 de octubre se ha preservado de muchas formas, entre ellas los libros testimoniales de historiadores, periodistas y activistas estudiantiles, el arte gráfico, el cine y el Museo del 68 que se encuentra en la misma Plaza de Tlatelolco.Footnote 6 En fin, el 68 es parte íntegra de la memoria cultural y de la identidad política de los mexicanos y, hasta que se dé a conocer toda la verdad y se haga justicia, seguirá vivo. Aun para el 85 por ciento de la población mexicana que nació después de 1968 (Index Mundi 2018), ese año siempre se recordará como el punto de partida de una larga cadena de Tlatelolcos —matanzas igualmente impunes de estudiantes, guerrilleros, campesinos y grupos indígenas que han ocurrido en lugares con nombres como Acteal, Aguas Blancas, El Charco, Tanhuato, Nochixtlán, Iguala, Tlatlaya, Narvarte y Ayotzinapa. Como observa Susana Draper (Reference Draper2018, 1), el 68 mexicano no se puede olvidar precisamente porque “sigue repitiéndose en los imaginarios de distintos presentes”.Footnote 7
Museo vivo de la memoria, el teatro tiene un papel innegable en la reviviscencia de la memoria colectiva, sobre todo en lugares donde la memoria está en trance de extinción o al menos sujeta a lo que Diana Taylor (Reference Taylor2016, 75) llama el “percepticidio”, según el cual el Estado forma y controla nuestra percepción de los eventos mediante las mentiras y la amnesia. En su libro The Haunted Stage, Marvin Carlson (Reference Carlson2003, 8) explica que el teatro es el género literario que más se asocia con el contar y recontar de historias ya conocidas por su público, lo que ayuda a entender la existencia de casi un centenar de obras teatrales que tratan el tema del 68.
Como muchos de los intelectuales mexicanos, los dramaturgos no tardaron en expresar su indignación ante la masacre y el esfuerzo del gobierno por borrarla. Claro que no podían hacer referencia explícita a ese día debido a la censura o la autocensura, es decir, al miedo de ser censurado o, peor, de sufrir las consecuencias de romper con el silencio impuesto por el gobierno. Por lo tanto, algunos recurrían a la metáfora. En Octubre terminó hace mucho tiempo (1970), por ejemplo, Pilar Retes adapta el absurdo europeo y emplea el microcosmo de una pareja de ideologías opuestas para expresar el conflicto entre el orden y la rebelión. Asimismo, en La fábrica de los juguetes (1970), Jesús González Dávila retoma el tema de Tlatelolco con la metáfora de una fábrica abandonada habitada por niños fantasmales que no entienden por qué están muertos. También, entre las obras que salieron casi de inmediato, se encuentran dos de las muchas farsas que se escribirían durante los próximos cincuenta años: Vida y obra de Dalomismo (1969) de Enrique Ballesté y Plaza de las Tres Culturas (1968) de Juan Miguel de Mora.
Durante las próximas tres décadas, la producción teatral relacionada al 68 disminuyó debido a varios factores, como la masacre de la protesta estudiantil del 10 de junio de 1971, la falsa esperanza de que se podía cambiar el país trabajando desde adentro y las crisis económicas y políticas que asolaron México. Salieron varias obras de tono nostálgico, en las que los personajes lamentan la pérdida de sus seres queridos (Conmemorantes, 1981, de Emilio Carballido) o recuerdan con añoranza esos días de rebeldía, amor y libertad, como es el caso en Idos de octubre (1993) de José Vásquez Torres. También aparecen obras en las que la familia multigeneracional sirve como alegoría de la patria, como se ve en Me enseñaste a querer de Adam Guevara (1988) y Rojo amanecer de Xavier Robles (1991). Durante los años noventa, en vista de las conmemoraciones de veinticinco y treinta años, el palpable descenso del PRI (Partido Revolucionario Institucional) y la putativa apertura democrática, se estrenan varias obras sesentaiocheras, entre ellas El cerro es nuestro de Enrique Mijares (1993), Triágono habitacional de Felipe Galván (1997) y 68: Las heridas y los recuerdos de Miguel Ángel Tenorio (1998).
En lo que va de este milenio, se observa un cambio de enfoque a capítulos menos consabidos que ocurrieron antes o después del 2 de octubre, y no en la Plaza de Tlatelolco, sino en lugares como Lecumberri y el Instituto Politécnico Nacional. Algunos ejemplos son El cielo de los presos de Mauricio Bañuelos (2013), El silencio de octubre (2018) de Arturo Sandoval y La noche que no fuimos historia (2018) de Felipe Galván, quien recrea la valiente resistencia de los muchachos de la escuela vocacional número 7. Por otro lado, se ve un número creciente de instalaciones performativas de grupos colectivos, como ¡No? de Teatro Ojo (2008), Auxilio de TeatroSinParedes (2018) y El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado de Lagartijas Tiradas al Sol (2018). No obstante esta nutrida y constante producción teatral, cuando se habla de la producción artística y cultural que aborda el tema de Tlatelolco, normalmente se habla de todo menos del arte teatral.Footnote 8 Aun tomando en cuenta el hecho de que la mayoría de los textos dramáticos no se difunden y que el público teatral tiende a ser relativamente pequeño, es difícil comprender la falta de atención crítica a este género y su papel en la preservación y reproducción de la memoria cultural.Footnote 9
Desde el punto de vista histórico-político, la farsa ha desempeñado un papel indispensable en el teatro mexicano durante tiempos de represión oficial al ofrecer una fachada de comicidad tras la cual los dramaturgos han podido lanzar ataques mordaces contra el gobierno y las instituciones que lo sostienen. La farsa también ha servido como plataforma para burlarse de las narrativas oficiales y mantener viva la memoria de episodios vergonzosos que el poder se ha empeñado en ocultar o borrar por completo. En efecto, el retrato teatral de la historia mexicana como una farsa no es nada nuevo, ni en el teatro ni en los libros de historia mexicana, comenzando con los tres tomos de Tragicomedia mexicana (Reference Agustín1990, Reference Agustín1992 y Reference Agustín1998) en los que José Agustín presenta una crónica irónica e irreverente de la vida en México de 1940 a 1994. Asimismo, Enrique Krauze (Reference Krauze1997, 447–457) dedica todo un capítulo de su libro La presidencia imperial a la metáfora de la historia mexicana como una farsa repetida y decrépita de mentiras y máscaras que ha quedado sin público. Según él, para los años sesenta, “La obra de Usigli se había vuelto el libreto político nacional [… y] cuando en 1968 un sector juvenil del público comenzó a abuchear, el protagonista en turno (Gustavo Díaz Ordaz) sacó la pistola y los mató” (448–449). En fin, no sorprende que los dramaturgos mexicanos hayan recurrido tanto a una forma que Eric Bentley (Reference Bentley1964, 294) describe como “un caso extremo de lo extremo” para montar una historia que es de por sí fársica.
Esta farsa de la historia nacional empezó a trasladarse a las tablas teatrales a mediados del siglo XX, cuando el PRI (cuyo nombre completo, Partido Revolucionario Institucional, es en sí absurdo) comenzó a perder la confianza del pueblo y a sentir la necesidad de escribir la historia oficial a su manera. Como observa Gidi (Reference Gidi2016, 141), “Es notorio cómo buena parte de nuestra dramaturgia ha acudido a la historia nacional para recrearla de forma paródica, para mostrar lo incongruente y absurdo, cuando no ridículo, del discurso histórico oficial”. Entre los muchos dramaturgos que han llevado al escenario lo que Krauze llama la “sagrada escritura”, se destacan Rodolfo Usigli (La última puerta, 1935, junto con sus piezas antihistóricas) y Emilio Carballido, quien se burló de las instituciones sociales, políticas y educativas de su país en farsas como El día que se soltaron los leones (1957), ¡Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su maíz! (1963) y Te juro, Juana, que tengo ganas (1965).Footnote 10 Otro ejemplo notable es El atentado (1962), en la que Jorge Ibargüengoitia hace mofa del juicio de José de León Toral, quien fue acusado del asesinato del presidente Álvaro Obregón. En las primeras acotaciones que acompañan al texto, Ibargüengoitia (Reference Ibargüengoitia1978, 9) advierte que la farsa no anda lejos de la verdad: “Si alguna semejanza hay entre esta obra y algún hecho de nuestra historia, no se trata de un accidente, sino de una vergüenza nacional”.Footnote 11 Es decir que el uso de la farsa para retomar el tema del 68 no es una aberración ni un acto de mal gusto, sino una decisión consciente y lógica que parte de una larga tradición. Como se verá en las obras montadas dentro del marco del Memorial 68, la naturaleza desenfrenada de la farsa sigue captando perfectamente un mundo absurdo e incontrolable donde se puede matar repetidamente y con impunidad, tanto a estudiantes como a todos los que se oponen al orden establecido.
Desafortunadamente, la farsa nunca ha sido muy respetada o valorada por la crítica, que erróneamente tiende a ver en ella una falta de seriedad, profundidad y propósito. Este subgénero de la comedia normalmente incluye una estructura fragmentada, mucho humor verbal y físico, la distorsión intencionada del referente, un tono sarcástico, un paso acelerado y personajes unidimensionales. Es precisamente esta falta de pretensión por el realismo lo que lleva al público a sustituir la empatía por la reflexión y a descubrir, tras la fachada de la risa, el verdadero porqué de la farsa. En su libro sobre la farsa en el teatro hispanoamericano, Priscilla Meléndez señala que este género subestimado cobró vigor en Latinoamérica precisamente en los años sesenta, un período de regímenes represivos, como una manera engañosamente eficaz de criticar a sus gobiernos. Es decir que la farsa hispanoamericana, a diferencia de la de otras partes del mundo, es sumamente política. Para Meléndez (Reference Meléndez2006, 53): “En vez de disminuir su impacto sociopolítico, el estatus de la obra como farsa quizás lo aumente ya que la exageración y lo absurdo que son inherentes a la farsa captan y comunican perfectamente lo ridículo del blanco”. En relación a las farsas sobre México 68, es importante señalar que el objeto fársico no es el movimiento estudiantil, ni mucho menos la muerte o desaparición de miles de estudiantes, sino el contexto político en el que se llevaron a cabo el movimiento y la masacre.
Para apreciar por completo el carácter revoltoso de estas farsas, hay que tomar en cuenta tanto la puesta en escena como el texto dramático. Como explica Robert Corrigan (Reference Corrigan1973, 68), es “imposible apreciar sus cualidades más importantes dentro de las pastas de un libro”. De hecho, la disparidad entre la falta de respeto que han expresado los teóricos y críticos hacia la farsa y la reacción entusiasta de los públicos se debe al hecho de que la farsa es física y visual; muerta en la página, solo cobra vitalidad en el escenario.Footnote 12 Como se verá, estos montajes comparten, además de los ingredientes típicos del género, una vitalidad que proviene de los actores, mayormente jóvenes, que se apropian físicamente del escenario y renuevan la memoria del 68. También tienen en común la intervención del director, quien en cada caso modifica y actualiza el texto para recordarnos que el 68 fue apenas el comienzo de un largo período de violencia que incluye la persecución de los guerrilleros durante los años setenta, los femicidios, la ola de asesinatos desatada por el narcotráfico, la desaparición de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa y la de miles más. En definitiva, estas farsas son lo que Ibargüengoitia llamaba farsas documentales, historias fantásticas y a la vez fidedignas que captan con su alta performatividad, su falta de realismo y su frenesí la naturaleza violenta, tragicómica y cíclica de la verdadera historia mexicana.
Palinuro en la escalera originalmente constituía el penúltimo capítulo de la larga novela, Palinuro de México, que Fernando del Paso escribió entre 1968 y 1977, cuando la masacre del 2 de octubre era un tema estrictamente tabú. De hecho, este capítulo dramático no se publicó por separado hasta 1992. Solo se ha montado dos veces y ambas con el mismo director, Mario Espinosa, para conmemorar los veinticinco y treinta años, lo que subraya lo poco que ha cambiado México durante tantos años en términos de la asignatura pendiente de Tlatelolco. Palinuro en la escalera es una obra larga y difícil de resumir que combina la muerte histórica del movimiento estudiantil con la commedia dell’arte, la tragedia griega y la cultura popular mexicana. A pesar de que el texto publicado incluye una cantidad notable de acotaciones, sería difícil para quien no viera el montaje apreciar tanto el impacto como la eficacia de la farsa en su doble propósito de entretener y hacer reflexionar al público.
La trama se centra en Palinuro, un estudiante moribundo que se arrastra desangrándose hasta su departamento, después de haber sido arrollado por un tanque durante la manifestación del 27 de agosto en el Zócalo. Antes de morir, es auxiliado por su amada Estefanía, un médico ebrio y algunos vecinos de distintas posturas ideológicas —el burócrata, la portera, el cartero, el policía— quienes o lo critican por oponerse al gobierno o piensan que simplemente está borracho. Como explica Juan Tovar (Reference Tovar2018a, 26–27), del Paso emplea a los habitantes de la vecindad para captar “a modo de coro griego, o confusa opinión pública […] la voz del pueblo […] hecha de rumores, paranoias, malentendidos, chismes, distorsiones ideológicas”. Este plano relativamente real de la obra se desarrolla al fondo del escenario, donde se encuentran dos escaleras conectadas en forma de pirámide y pegadas a la pared, la que contiene múltiples puertas por las que salen o simplemente se asoman los vecinos. En lugar de actos, del Paso divide el texto en cuatro “pisos” que marcan el calvario de Palinuro hasta llegar al último piso, donde finalmente muere.
Si bien la estructura formal sigue la ascensión física de Palinuro, la mayoría de las escenas pertenece a personajes de la commedia dell’arte, quienes ocupan el primer plano del escenario y se desempeñan, además de sus papeles tradicionales, como estudiantes, granaderos y dobles de Palinuro y sus vecinos. Los comediantes no interactúan con Palinuro hasta el final, cuando ponen en escena las visiones febriles del estudiante moribundo. Entre bailes, canciones y acrobacias, Arlequín, Colombina, Scaramouche y otras figuras conocidas de la commedia recrean los momentos más emblemáticos del 68, desde la pelea callejera que desató el movimiento estudiantil hasta la marcha silenciosa al Zócalo. Con sus payasadas vulgares y sus trajes de rombos y colores chillones, los comediantes comunican el espíritu festivo y a la vez irreverente de los estudiantes, quienes gozaban de nuevas libertades y se rebelaban sin percatarse del cerco mortal que les preparaban Díaz Ordaz y sus secuaces. El lenguaje verbal incluye las porras estudiantiles, los latinazgos de Il Dottore, los tartamudeos de Tartaglia, los parlamentos agónicos e inverosímilmente largos de Palinuro y los neologismos creados por los comediantes para describir en particular a Díaz Ordaz:
Sirviendo de bisagra entre los dos planos, se encuentra la figura popular de la Catrina, quien aparece constantemente y luciendo más de quince disfraces, como son el de La-Muerte-Detective, La-Muerte-Presidente y La-Muerte-Edecán. Poco después de que se inicia la obra, por ejemplo, entra La-Muerte-Ropavejera, ofreciendo trapos usados y aludiendo directamente al 68: “¿Camisetas? ¿Quién quiere una camiseta con la ‘U’ de la Universidad? […] ¿Quién da más por una Muerte-en-la-Plaza? ¡Vendo axilas de industrial y botas de granadero!” (17). Mediante esta mezcla de hechos históricos, commedia dell’arte y fantasía, del Paso dramatiza y alegoriza el conflicto entre la juventud y el orden autoritario, haciendo resaltar la absurdamente exagerada respuesta del gobierno, pero sin minimizar el trágico desenlace. Según el autor, la farsa era el único camino que él podía tomar: “El movimiento estudiantil en sí tuvo mucho de farsa. Pero no fueron los estudiantes los farsantes, sino numerosos grupos políticos, así como individuos […]. La confusión y el pánico que rodearon ese frustrado intento de revolución que desembocó en la nada, le agregaron un tono melodramático y tragicómico a la situación” (Reference SteeleSteele 1992, 71–72). Esta farsa, de apariencia divertida e inocente, fue de verdad una cortina de humo que le permitió a del Paso lanzar su ataque mordaz y satírico en contra del Estado. Claro está que también se contó con la mano hábil del director Mario Espinoza, quien supo aprovechar al máximo, tanto en los años noventa como en el 2018, la teatralidad inherente de la farsa para expresar lo fársico de la historia misma.
El autor de La hecatombe (UNAM Global 2018), Juan Tovar (Reference Tovar2017, 33), comparte con Fernando del Paso la percepción de la historia mexicana como una farsa y a la vez como una “eterna asignatura pendiente”. Esta obra breve, comisionada por la UNAM para el programa del Memorial 68, no es nueva, sino una versión ligeramente extendida de Los traidores (1989), una de diez “farsas impolíticas” en las que Tovar se burla de los eventos claves del siglo XX.Footnote 13 En Los traidores/La hecatombe, el objeto de crítica son precisamente los entresijos del poder que desembocaron en el genocidio del 2 de octubre, un evento que según muchos puso en marcha la lenta caída del PRI.Footnote 14 La hecatombe se sitúa en Huaxilán, una república ficticia que Tovar (Reference Tovar2017, 596) mismo creó y que, según él, “se fundó a fines de los sesentas con un nutrido sacrificio en la Plaza de las Tres Culturas”. Los tres personajes son los exmandatarios Adolfo López Mateos, Luis Echeverría Álvarez y Gustavo Díaz Ordaz, a quienes Tovar identifica como el Bueno, el Malo y el Feo. El tercero mantiene que se le culpó de la matanza simplemente por su fealdad, mientras que el Bueno, López Mateos, se hizo el guaje y el Malo, Echeverría, se encargó de dictar la historia oficial del país. El problema, sin embargo, es que el juicio final de este trío de vendepatrias confesos se ha demorado más de cuatro décadas debido a que Echeverría sigue vivo, no solo culpable del exterminio de miles de guerrilleros, sino de la hecatombe misma de Tlatelolco.
La hecatombe empieza con un largo diálogo entre el Bueno y el Feo, quienes ya llevan varias décadas muertos, deambulando en el limbo y esperando la llegada del Malo. Este encuentro entre los dos se ha repetido en numerosas ocasiones hasta que, finalmente, aparece el tercero en una silla de ruedas, la que subraya su decrepitud. Sin embargo, cuando López Mateos y Díaz Ordaz insisten en que Echeverría rinda cuentas y reconozca su responsabilidad en la masacre, este se burla de ellos y les recuerda que el Feo ya asumió toda la culpa. Lo único que sí reconoce y con orgullo es su responsabilidad como el Gran Dictador de la Historia: “pues sobrevivo para contar la historia y dispongo de amanuenses que la escriban a mi dictado, dejando así asentada la única auténtica verdad histórica de los últimos tiempos huaxilanos” (Reference TovarTovar 2018b, 113). Finalmente, en lugar de complacerlos con su muerte, el Malo explica que su presencia es tan solo un sueño, y acto seguido se esfuma. Por ende, la farsa termina tal como empezó, con el Bueno y el Feo esperando la muerte de Echeverría y el tan aguardado juicio final.
En la puesta que se hizo dentro del marco del Memorial 68, el director Carlos Corona hizo algunos cambios al texto que le dieron mayor vitalidad y trascendencia histórico-política. Para contrarrestar la falta de acción del largo —y un tanto aburrido— diálogo de Díaz Ordaz y López Mateos en su papel de ancianos, Corona añadió un par de jóvenes que salen de vez en cuando para hacer estampas en movimiento, no solo de los momentos decisivos del movimiento estudiantil, sino también de eventos en paralelo —como la desaparición forzosa de los cuarenta y tres normalistas y los ataques de los porros contra los estudiantes de la UNAM—, sucesos recientes que subrayan la naturaleza cíclica de la historia mexicana. Aunque en cada aparición terminan en el suelo acribillados a balazos, los dos actores logran expresar con su dinamismo y resiliencia que la resistencia de los jóvenes mexicanos no ha mermado durante los últimos cincuenta años. Esto lo confirma Corona (UNAM Global 2018) en una entrevista cuando dice que su propósito es que los jóvenes de hoy se vean reflejados en la obra: “Mucho de lo que vivimos hoy en día es semilla de aquel entonces, por ello, debemos acercar a los jóvenes a esa parte de la historia para que se den cuenta que los jóvenes de ayer no eran tan distintos a los de hoy”.
En otra modificación del texto dramático, Corona sustituyó el “páramo sombrío” propuesto por Tovar con dos enormes sillones. Así como estos tronos, las cortinas de fondo son rojas, sucias y raídas, metáfora transparente de un gobierno que se ha reducido a andrajos. También añadió una escena final en la que los dos actores jóvenes suben al balcón y arrojan desde allí otro enorme sillón que se rompe al dar con el suelo. Con este acto simple se propone el fin de un largo gobierno patriarcal en el que los gobernantes se han sentado en esos tronos para dictar el curso inalterable de una historia sumamente violenta.
Así como del Paso, Tovar piensa que la única manera viable de representar la farsa de la historia mexicana es la farsa misma. Su país ficticio de Huaxilán es, según él, “un país de farsa [que] habita una realidad paralela donde todo puede irse literalmente al diablo” (Reference TovarTovar 2017, 595). Recordando su propia actuación en el 68, el personaje de Díaz Ordaz se reconoce como farsante: “Llegué a estar orgulloso de mi actuación cuando la hecatombe. Porque de hecho fue una actuación, una farsa, cumplir con las formas” (Reference TovarTovar 2018b, 115). Aunque el montaje de la obra no fue tan fársico como se pudiera esperar, la máxima expresión de la farsa en La hecatombe no está en el texto, sino en el hecho irónico de que el verdadero Echeverría sigue vivo cincuenta años después de la masacre. Si bien esta farsa de Tovar no exagera ni hace reír tanto como las otras farsas sesentaiocheras, es la que más incita al público a pensar en la impunidad y la asignatura pendiente de la justicia. Como nos amonesta Corona en su breve prólogo al texto, “Dejemos de hacernos ‘guajes’, el verdadero ‘guajeador’ del Huaxilán sigue vivo, sigue libre y —por ahora— con pensión pagada por nuestros impuestos” (Reference TovarTovar 2018b, 109).
Otra farsa comisionada para el Memorial 68 de 2018 es A Chuchita sí la bolsearon, sí la llevaron al baile y sí le hicieron de chivo los tamales, un título que combina tres dichos populares que se refieren al engaño o a la mentira. Con esta obra, las Reinas Chulas celebran sus veinte años de estar juntas y a la vez repasan los cincuenta años que han transcurrido desde el 2 de octubre y los comienzos del movimiento feminista en México. En su práctica de lo que ellas llaman el “artivismo”, la farsa siempre ha sido su vehículo predilecto. Como explica Reina Cecilia Sotres, “La farsa (y con ello decimos el cabaret) es agresiva, violenta, burlona caricaturesca, lépera, divertida, dolorosa, vital, erótica, subversiva […] capaz de escandalizar, horrorizar, liberar y confrontar de manera crítica a los espectadores” (Reference PaulPaul 2016). Como se verá, la crítica irreverente de esta farsa no se limita al gobierno y la represión del movimiento estudiantil, sino se extiende a todo lo que ha pasado tanto en México como en el mundo durante cinco décadas de turbulencia económica y violencia política.
En A Chuchita sí la bolsearon, las Reinas son cuatro telefonistas que han pasado toda la vida trabajando. Encerradas en una central de Teléfonos Mexicanos, comparten durante los breves descansos chismes, achaques, aprietos económicos y broncas personales. Chuchita es la mujer sola que mantiene a siete familiares, la más simple y la que siempre se llevan al baile. Dolores es una mujer conservadora e hipercatólica, mientras que Esperanza es la más liberal y feminista del grupo. Teresa es a la vez una de ellas, lesbiana no confesa y una mala supervisora que persistentemente llega con la noticia de que va a haber un recorte de personal.
Desde el principio, las cuatro actrices cumplen con el objetivo principal del cabaret, que es hacer reír. Y lo hacen con sus comentarios procaces, pelucas absurdas, maquillaje excesivo y vestidos típicos de la época. No obstante, como explica Sotres, esta risa no solo sana: “confronta, nos hace analizar, reflexionar y sobre todo, cuestionar” (Reference PaulPaul 2016). Y esto se debe a que la obra no permite que el público olvide el contexto histórico de injusticia y violencia. De hecho, se basa en investigaciones que hicieron las Reinas y testimonios reales de telefonistas que han vivido no solo el 68, sino también cinco décadas de discriminación y abuso laboral. Cada uno de los seis cuadros se dedica a una década en la vida de ellas y en la vida sexual, social, económica y política de México. Además, cada cuadro viene acompañada de videos y textos proyectados que nos recuerdan los acontecimientos más turbulentos y trascendentales de cada década. Las efemérides pertinentes a los años sesenta, por ejemplo, incluyen el movimiento hippie, la muerte del Che Guevara y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, terminando notablemente con el 2 de octubre, un evento que seguirá reverberando a lo largo de la obra. Aunque el movimiento estudiantil no es el enfoque de esta farsa, es el punto de partida para todo lo que ocurre después, tanto en la vida nacional como en la vida de estas cuatro mujeres.
En el primer cuadro, que se ubica en los años 1968–1978, las cuatro mujeres se encuentran obligadas a festejar los diez años de la nacionalización de Teléfonos de México. El tono burlón e irónico de la obra se establece desde el principio con la presentación simultánea de la canción “Somos su voz”, imágenes visuales del movimiento estudiantil y llamadas desesperadas de padres que no encuentran a sus hijos:
Dentro de su vida laboral y personal, las cuatro telefonistas solo están conscientes de estos grandes acontecimientos por medio de chismes y de lo que dejan entrever los medios de comunicación, todos controlados por el gobierno. Por lo tanto, viven sujetas a la mentira y el engaño, llegando a creer, por ejemplo, que el comunismo se filtra por todos lados, hasta en las pastillas anticonceptivas que “son obra de los comunistas que quieren acabar con nuestra moral y nuestra raza” (Las Reinas 2018, 3). En el primer cuadro, gracias a la conjura propagada por el gobierno de Díaz Ordaz, ellas atribuyen la violencia del 2 de octubre a “unos terroristas […] que evidentemente eran comunistas, quisieron armar un zafarrancho, pero por fortuna los soldados los controlaron” (Las Reinas 2018, 4). Otras formas de engaño a las que caen incluyen las ofertas del gobierno, así como de los bancos, de mejorar su situación económica con subsidios, privatizaciones, hipotecas y créditos. Bajo la constante amenaza de un recorte de personal, no les queda más alternativa que creer y seguir las instrucciones de Teresa y su invisible pero adorado jefe Don Carlos, referencia obvia a Carlos Slim, magnate de las telecomunicaciones mexicanas.Footnote 15 Aunque estos recortes de personal supuestamente se deben a factores económicos, es bien sabido que un método de controlar a la clase trabajadora era “lanzarse sobre los ingresos de quienes definía [el gobierno] como enemigos” (Reference Aguayo QuezadaAguayo 1998, 59). Desde el principio hasta el final, esta honorable empresa sirve como metáfora del país entero, que nunca ha dejado de explotar y subyugar a sus empleados, sea bajo la amenaza del despido, el lema del patriotismo o el disfraz del neoliberalismo.
No se puede ignorar la ironía de que estas mujeres son telefonistas, que trabajan en el oficio de comunicar y que por eso deberían estar conectadas a la realidad nacional. Sin embargo, ellas son parte de la empresa nacional y de todo un sistema político cuya función, se pretexta, es mantener la paz y el orden en nombre del progreso y la modernidad. Como observa Aguayo, “La información es poder, y los gobernantes mexicanos lo sabían” (Reference Aguayo Quezada1998, 45). Este esfuerzo por controlar los medios de comunicación se ve en A Chuchita cuando las verdades históricas que se proyectan durante cada cuadro decenal chocan por completo con las noticias propagadas por los medios de aquel entonces. Además de difundir falsedades, los organismos de seguridad recuperaban grandes cantidades de información. Explica Angélica García Genel (Reference García Genel2017, 6) que, “algunas de las formas que se tenían para llevar a cabo la persecución, castigo y eliminación de los enemigos del Estado eran: la censura en los medios de comunicación, la vigilancia a individuos, la infiltración a organismos opositores, así como la interceptación de correspondencia y teléfonos (aunque limitada por la tecnología)”. Aunque no siempre crean esas verdades, las cuatro telefonistas, como parte de ese mismo sistema político que controla los medios de comunicación, no las pueden cuestionar por miedo a ser despedidas. De hecho, están tan absortas y controladas por los medios de comunicación que Dolores falla en su intento de quitarse la vida, primero porque su fondo se engancha en la antena parabólica de la empresa y segundo porque sus compañeras le recuerdan que si se suicida se va a perder el próximo capítulo de su telenovela favorita.
Si bien saben, después de cinco décadas en la misma empresa, que debieron haber hecho más caso del 68 y de todo lo que pasó después, aún se sienten incapaces de enfrentar su realidad actual. Por ejemplo, cuando comienzan a escuchar en sus audífonos comunicaciones sobre narcos, secuestrados y desaparecidos, se encuentran sin voz:
Al final de la obra y después de cincuenta años de lealtad a la empresa, las cuatro se encuentran viejas, gastadas y tan económicamente arruinadas como siempre. Después de haberse dejado engañar por las constantes ofertas de bienestar económico (e.g., préstamos bancarios), quedan aun más endeudadas y condenadas a seguir en la chamba, aunque ahora sí gozan de la nueva conciencia de su identidad como mujeres y como parte de una comunidad. Juntas articulan una lista de todos los avances que han hecho las mujeres durante el último medio siglo (el voto, la píldora, las mujeres del 68, las del teatro que denunciaron al violador, las que montaron su propia maquila en Juárez y así sucesivamente). Aunque reconocen que todavía hay muchos asuntos pendientes, saben que “cuando las mujeres se juntan ocurren cosas muy importantes” (Las Reinas 2018, 41).
A Chuchita sí la bolsearon es una farsa que hace reír a carcajadas y que a la vez impulsa a reflexionar sobre la turbulenta historia de los últimos cincuenta años, tanto los supuestos progresos como las asignaturas pendientes. A través de la farsa, con toda su capacidad hiperbólica y burlona, se plasman el engaño que ha sufrido el pueblo mexicano en el marco de la honorable empresa de la patria y la necesidad de no abandonar la lucha.
Otra farsa que se presentó en 2018, aunque no en el marco del Memorial 68 sino con el apoyo del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), es Olimpia 68, escrita y dirigida por Flavio González Mello, autor de otras farsas históricas, como 1822, año que fuimos imperio (2000) y Lascuráin o la brevedad del poder (2005). Olimpia 68 es un ejemplo por excelencia de lo que Eric Bentley (Reference Bentley1964, 294) llama “la dialéctica de la farsa” en el sentido de que “fomenta y explota la más amplia gama de contrastes entre tono y contenido, superficie y sustancia”. Inspirado por una fotografía que yuxtapone el Estadio Olímpico y los restos de la ocupación militar de la UNAM, González Mello funde desde el título mismo de la obra las dos caras de México 68: la Olimpiada y el Batallón Olimpia que terminó con el movimiento estudiantil. Para entender tanto el 1968 como esta obra, es importante reconocer lo que la Olimpiada significaba para México, su plan económico y político y su deseo de hacerse miembro del club de los países desarrollados (Reference Brewster and Brewstervéase Brewster y Brewster 2010). Por eso no sorprende que en el montaje, así como en la realidad de ese momento histórico, el énfasis se pone en los juegos, en el ambiente internacional, en la paz y la prosperidad, en todo menos en el 2 de octubre y la Plaza de Tlatelolco. En vez de recrear la consabida represión violenta del movimiento estudiantil que tuvo lugar en las calles y plazas de la ciudad, González Mello la integra a los juegos olímpicos, creando así en un solo espacio híbrido de estado/estadio, una representación de lo que el mundo vio y no vio aquel octubre.
Toda la acción ocurre en o cerca de la Villa Olímpica, donde la brutalidad de las fuerzas de opresión colisiona con la inocencia y el espíritu juvenil de los juegos. En la primera escena, titulada “Hit eliminatorio”, uno de los atletas es efectivamente eliminado cuando el oficial da el “uno, dos, tres” de siempre solo para disparar a quemarropa al atleta y terminar así con su vida. En otra escena, titulada “Salto triple”, una atleta suiza se sorprende de ver salir de la arena una mano. Cuando trata de excavar la mano, la juez narcoléptica se lo prohíbe, diciendo, “Saquear el patrimonio arqueológico es un delito en este país” (Reference González MelloGonzález Mello 2010, 62), tal como fue prohibido durante más de tres décadas excavar en el Archivo General de la Nación. A lo largo de la obra, el dramaturgo mantiene así los paralelos entre el deporte y la política, dos mundos lúdicos que a fin de cuentas tienen mucho en común; en los dos reinan la corrupción, la letargia judicial y el empeño implacable de ganar, cueste lo que cueste.
En esta Torre de Babel olímpica, la mayoría de los personajes son deportistas de otros países y por lo tanto son objeto de burla con sus malentendidos y su español machucado. También se hallan completamente ajenos a lo que está ocurriendo fuera de la Villa, así como lo estuvieron los millones de espectadores de los juegos olímpicos; esto hasta que Julio, un estudiante activista, aparece golpeado y amnésico en el dormitorio de mujeres. La violencia política se funde todavía más con los juegos deportivos cuando Sammy, un muchacho inocente y tierno, jugador de frontón y el único representante de una pequeña isla del Pacífico, es detenido, interrogado, torturado y finalmente asesinado por los agentes que buscan “a los subversivos”.
En este maratón teatral de tres horas, González Mello añadió varios elementos al texto que originalmente escribió para el Memorial 68 del 2008. Por ejemplo, después del “Hit eliminatorio” ya mencionado, cae al escenario un bulto de zapatos que quedan esparcidos en el suelo, así como los zapatos de las víctimas en la Plaza de Tlatelolco. Como explica la artista Doris Salcedo, a veces “es solo lo absurdo lo que [da] testimonio de la presencia humana, […] de la fragilidad de la vida y de la brutalidad del poder” (citado en Reference Méndez GonzálezMéndez González 2018). González Mello también añadió una inolvidable escena final en la que los deportistas se despojan de todo a excepción de los calzones, para luego transformarse en estudiantes, quienes, frente a la pared, son acribillados a balazos.
Aunque este montaje fue escogido posteriormente para clausurar la Muestra Nacional de Teatro de 2018, no pocos espectadores opinaron que la obra había sido demasiado larga, que se había concentrado demasiado en los juegos olímpicos y que tenía poco que ver con el movimiento estudiantil y aún menos con el 2 de octubre. A algunos les ofendía el tratamiento humorístico que González Mello le quiso dar al tema, sobre todo en la innecesariamente prolongada tortura del atleta Sammy. A pesar de estas críticas del montaje, Olimpia 68 resulta ser novedosa precisamente por la combinación de los dos Méxicos de 1968 —la Olimpia deportiva y la Olimpia política— y por su esfuerzo por explicar en clave tragicómica cómo pudieron pasar en una sola ciudad y en tan solo diez días dos eventos sumamente contradictorios y tumultuosos como la masacre de Tlatelolco y la inauguración de las llamadas “olimpiadas de la paz”.
La quinta farsa que se presentó en octubre 2018 fue México68, una obra escrita, dirigida y estrenada precisamente el 2 de octubre por David Olguín en el Teatro el Milagro. Así como Palinuro en la escalera, esta pieza es compleja y difícil de resumir debido a la intervención de más de quince personajes, el traslapo de distintos planos temporales, el número de referencias culturales recónditas y la mezcla desconcertante de neologismos, metáforas, albures y mentadas. En este montage, Olguín combina la historia del 68 con la mitología clásica, la tragedia griega, la música rock, los discursos de Díaz Ordaz y textos literarios y políticos de Fidel Castro, Julio Cortázar y Octavio Paz, entre otros. Lo que unifica tantas cosas disonantes en esta pieza es el grupo de actores jóvenes que se va transformando conforme a las distintas escenas en hermanos, estudiantes, hijos de Díaz Ordaz, los secuaces del mismo y figuras mitológicas. En la primera escena, son los hermanos miedosos que se encuentran atrapados en su casa (metáfora del país) hasta que uno de ellos, Bocaza, sale para rebelarse contra la figura invisible y autoritaria que llaman simplemente “el chango”. En escenas posteriores, la misma Bocaza se vuelve aun más fuerte y rebelde cuando aparece como el titán Átlas y como uno de los líderes del Consejo Nacional de Huelga.
México68 consta de siete escenas que se conectan a través de estos jóvenes, el constante choque entre el movimiento estudiantil y la Casa del Orden y la intervención de un viejo hippie que habla desde una cabina de radio y toca canciones que evocan el ambiente o de paz y amor (“Strawberry Fields Forever”) o de rebelión y caos (“Atlas, Rise” de Metallica). La escena más larga, desarrollada e impactante es la cuarta, en la que los seis jóvenes se sientan a una enorme mesa de banquete. Preside su padre, Gustavo Díaz Ordaz, quien les ha puesto a todos el nombre Gustavo, Gustava, Gustavito o Gustavita y quien los controla entre gritos y golpes. Tanto ellos como su madre cumplen sus órdenes sin cuestionarlo. En un momento, la madre les sirve la comida, que consiste en libros escritos por los que el padre (así como el Díaz Ordaz real) llama “los filósofos de la destrucción” (Reference OlguínOlguín 2018, 30). Entre exclamaciones de “Mmmmm … qué rico”, todos arrancan páginas con las que se atascan la boca bajo la mirada severa del padre. De esta manera, la obra se alterna entre escenas parecidas de obediencia y parálisis y escenas de coraje y rebeldía.
Por un lado, México68 es documental en el sentido de que incluye diversos textos, videos y otros elementos históricos de aquella época, como el famoso discurso presidencial que dio Díaz Ordaz el primero de septiembre de 1968, citas de los miembros de su gabinete, letras de canciones de la época, pasajes de textos filosóficos y políticos y fragmentos de la poesía y narrativa de Paz, Cortázar y otros. Pero por otro lado, Olguín desnaturaliza lo que pudiera parecer real a través de personajes hiperbólicos que representan a los personajes del 68, que son de por sí ridículos y monstruosos. En la escena VI, titulada “La mascarada”, Díaz Ordaz y su séquito llevan enormes máscaras de látex que subrayan tanto la ridiculez de sus figuras como de sus palabras y acciones. Por ejemplo, cuando el personaje llamado LEA (las siglas de Echeverría) le entrega al padre (Díaz Ordaz) los informes, este se confunde:
Otro que aparece en la mascarada es Barragano (el general Marcelino García Barragán), quien se presenta como el más idiota de la cofradía. Cada vez que interviene repite como para memorizar, “Bengala roja, alto; Bengala verde, siga”, para finalmente terminar dictando las órdenes al revés (Reference OlguínOlguín 2018, 52).
La última parte de esta escena y de la obra pertenece al viejo Cronopio, quien explica que “la historia es una mascarada, montajes y desmontajes, representaciones y escenarios previstos e imprevistos” (Reference OlguínOlguín 2018, 54). Sobreviviente del 2 de octubre, Cronopio es el puente entre el pasado y el presente en esta obra fragmentada y caótica. Así como los Cronopios inventados por Julio Cortázar —uno de los autores más citados en la obra de Olguín—, este es un ser sensible, soñador, idealista y nada convencional. Introducido en las acotaciones como “un viejo jipiteca transistorizado” (Reference OlguínOlguín 2018, 1), este hombre gastado, alcoholizado y un tanto incoherente aparece de vez en cuando en una cabina casera y precaria de radio para dirigirse a sus seguidores internautas, tocar discos de los años sesenta y recordar a su querida Lutecia, la novia que cayó en la Plaza de Tlatelolco. El tono vacilante de su voz comunica la confusión que sigue reinando hoy en día en torno al 68, es decir, la futilidad, el pesimismo, la rabia, la inconformidad, la nostalgia y la esperanza, aunque sea diminuta. Al final, Cronopio, entre tragos, dormita y murmura: “Según se vea, mis queridos Internautas del Deseo. […] la única esperanza, como dice el mismísimo Esquilo, es negra, la esperanza negra … Algo de eso aprendí del 68. Lutecia, ay Lutecia, mi Lutecia. […] [S]i yo me muero, ¿quién te recuerda?” (Reference OlguínOlguín 2018, 54).
Esta obra, como suelen ser las de Olguín, es sumamente original, intelectual, densa e impactante. Si bien se dirige principalmente a un público bien informado o, como dicen, competente, también apela a los que aún sienten nostalgia por ese zeitgeist desenfrenado y rebelde de los años sesenta. Como figura central y unificadora, Cronopio representa a quienes vivieron la masacre de Tlatelolco y siguen reflexionando sobre el significado de aquel verano mientras se acercan a la muerte con la pregunta de ¿quién va a recordar el 2 de octubre cuando nosotros muramos?
Pues, así como Cronopio, los mexicanos no han podido, ni han querido olvidar el 2 de octubre. En las muy citadas palabras de José Revueltas (Reference Revueltas1978, 83), “Un fantasma deambula por México y ese fantasma es Tlatelolco”. Los intelectuales, historiadores y artistas mexicanos no solo han hecho todo lo posible por mantener vivos los recuerdos y la demanda por la verdad y la justicia, sino también han asegurado que el 68 mexicano no se convierta en un simple capítulo del 68 global y globalizado. No hay duda de que ese verano de rebelión ha inspirado más producción intelectual y creativa en México que en cualquier otro escenario del 68 mundial. Y es porque esa historia no ha concluido. Aunque los documentos publicados en Parte de guerra (Reference Monsiváis and García1999) por Carlos Monsiváis y Julio Scherer García confirmaron para siempre que los francotiradores operaban bajo las órdenes de Díaz Ordaz, ninguno de los responsables ha sido procesado.Footnote 16 Y mientras que el gobierno de Vicente Fox permitió que pusieran los nombres de veinte víctimas en la estela memorial que se colocó en 1993 en la Plaza de Tlatelolco, aún no se sabe ni el número ni los nombres de los muchos más que murieron aquel día.
Volviendo de nuevo a Revueltas (Reference Revueltas1978, 83), “Somos los libros, cada quien que está escribiendo sobre su propia piel. Tlatelolco. Lo seguiremos escribiendo […] Una historia que no terminará porque otros la seguirán escribiendo”. Como uno de esos libros, la farsa ha sido un vehículo poderoso, eficaz y extrañamente realista en el contar y recontar de la historia absurda de México, una historia que se extiende desde los eventos inconcebibles de aquel 2 de octubre hasta la absolutamente inexplicable desaparición de los estudiantes en Ayotzinapa. Como concluye Maurice Charney (Reference Charney1978, 107), “En un mundo en que ya no existe la posibilidad de la tragedia —pues se perdió la fe en el orden racional— la farsa vino a ocupar el territorio que para sí reclamaba la tragedia. Es, por tanto, la única forma dramática viable en un universo absurdo”.
Si bien sorprende el uso de la farsa en la recreación de un momento histórico tan carente de humor, la risa que incita no es la risa fácil y cómoda de la comedia, sino una risa inteligente y reflexiva que le permite al público alejarse de la tragedia consabida, trascender desde el 2 de octubre y la Plaza de Tlatelolco hasta la realidad actual, en la que los jóvenes siguen exigiendo la libertad, la democracia y la justicia y recibiendo la represión, la violencia, la muerte y la impunidad. Así como no se resuelve de manera definitiva ninguna de estas farsas, no se resuelve ni la asignatura pendiente de Tlatelolco ni el ciclo vicioso de la historia mexicana. En cada obra se comunica lo que se podría llamar “la historia expandida” de México. La constante integración de referencias visuales y verbales de otros momentos históricos— Ayotzinapa, las muertas de Juárez, la Guardería ABC y los ataques porriles— nos recuerda que la violencia histórica de México ni empezó ni terminó el 2 de octubre de 1968. Entre las muchas mantas que se llevaban en la marcha conmemorativa del 2 de octubre de 2018, había una en particular que decía “Somos nietos de la Revolución, hijos del 68 y hermanos de los 43”. Los que marchaban eran de distintas partes de México, distintas edades y con distintas historias de victimización, pero todos exigían lo mismo: esclarecimiento, justicia y el fin de la impunidad. Mientras no logren romper con este ciclo, los mexicanos están condenados a seguir viviendo en Huaxilán, el pueblo fársico pero no tan ficticio de Tovar (Reference Tovar2017, 596): “La tierra de no pasa nada, donde rige el simulacro y el absurdo prospera”.