Chang Sung Kim, quien se autodescribe como “más argentino que el dulce de leche”, es uno de los pocos actores de ascendencia coreana o asiática ampliamente reconocidos en la Argentina. Antes de participar en series televisivas populares como Graduados (2012), El marginal (2016), y Millennials (2018), su modesta meta profesional había sido que no lo llamaran “solo para hacer el papel de ‘chino del supermercado’”.Footnote 1 Aunque la presencia de los asiáticos en los medios argentinos sigue siendo limitada, el ascenso profesional de Kim coincide con un creciente interés desde los discursos culturales argentinos hacia las colectividades inmigrantes asiáticas y las culturas de las que provienen. Quizás el ejemplo más conocido sea la película Un cuento chino (Sebastián Borensztein 2011); pero más allá de esta obra de éxito internacional, la temática asiática ha cobrado un marcado interés en el cine y la literatura.Footnote 2 Menos notado, pero no por ello menos notable, son las películas documentales que han surgido en los últimos años sobre la inmigración asiática a la Argentina. Para nombrar algunas: La chica del sur (José Luis García 2012), que trata sobre una famosa activista surcoreana que el director conoce en un viaje a Corea del Norte en 1989; Una canción coreana (Yael Tujsnaider y Gustavo Tarrío 2014), que retrata los empeños artísticos, laborales y familiares de una inmigrante coreana en Buenos Aires; Silencio roto, 16 nikkeis (Pablo Moyano 2015), que cuenta la historia de dieciséis desaparecidos de ascendencia japonesa durante la dictadura militar; Arribeños (Marcos Rodríguez 2015), que trata la inmigración taiwanesa y el barrio chino de Buenos Aires; El futuro perfecto (Nele Wohlatz 2016), un documental híbrido sobre una joven inmigrante china que trata de aprender español; y por último, Río Mekong (Laura Ortego y Leonel D’Agostino 2016), que retrata la vida de un refugiado político laosiano en Argentina.Footnote 3
Se puede ubicar este conjunto de películas documentales sobre las colectividades asiáticas dentro de un contexto amplio de la poscrisis del 2001. Por una parte, se ha notado que esta época, “atravesada por el peso de lo real”, impulsó un surgimiento del cine documental argentino.Footnote 4 A la vez, esta tendencia se cruzó con otro efecto de la crisis —el de cuestionar las narrativas dominantes de una Argentina supuestamente blanca, europea, y de clase media.Footnote 5 Según Joanna Page, el “video-activismo” de la poscrisis inmediata dio paso a un interés más duradero en el cine argentino de documentar las experiencias de aquellos que se encuentran en “los márgenes económicos y sociales de la nación”.Footnote 6
Las recientes obras literarias y cinematográficas que representan e indagan sobre las culturas y colectividades asiáticas rechazan una larga historia de invisibilización y marginalización. Pero a pesar de su refutación del imaginario dominante, se ha observado que dentro de estas obras de temáticas asiáticas variadas, persiste el orientalismo ya sea como representación exotizada o como problemática.Footnote 7 Es decir, aun cuando la representación no termina de ser orientalista —como es el caso de La chica del sur y Una canción coreana— la cuestión de cómo superar la mirada desde fuera, la que frecuentemente linda con el orientalismo, permanece como punto central de reflexión estética y política. En este sentido, y considerando un contexto que según Ignacio López-Calvo ha potenciado un “epistemicidio” de los asiáticos en América Latina, los tres documentales abordados en esta reseña marcan un momento significativo de autorrepresentación para la diáspora surcoreana: Mi último fracaso (Cecilia Kang 2016); Halmoni (Daniel Kim 2018); y 50 Chuseok (Tamae Garateguy 2018).Footnote 8 Los tres documentales se presentaron en varios festivales de cine, compitiendo en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) en el caso de Mi último fracaso y 50 Chuseok, y en el Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires (FIDBA) en el caso de Halmoni.
Estas tres películas tienen en común no solo su enfoque en los inmigrantes coreanos en Argentina sino también el hecho de que fueron realizadas o producidas por miembros de esa misma comunidad. Los directores Cecilia Kang y Daniel Kim nacieron en Argentina de padres coreanos. La prolífica Tamae Garateguy no tiene ascendencia coreana sino japonesa por parte de su abuelo. Sin embargo, la idea y propuesta original del documental surgieron con Chang Sung Kim, el actor, quien también fue protagonista en él y lo coprodujo. Mi último fracaso y Halmoni, en particular, ponen en evidencia la importancia de la autorrepresentación, infrecuente aún en el caso de los asiáticos en Argentina, contestando la visión orientalista y evitando adoptar una óptica esencialista sobre esta comunidad o reducirla a una problemática social. La acertada observación de Verónica Abrego sobre Mi último fracaso bien se podría aplicar a Halmoni (y en menor grado a 50 Chuseok): en estas obras hay una marcada “falta de impostura acerca de cómo es la ‘verdadera’” imagen de la colectividad coreana en la Argentina actual.Footnote 9
Mi último fracaso resalta la mirada desde dentro al evitar las usuales técnicas expositivas del cine documental. Desde el comienzo, la cámara se inserta en plena cotidianeidad de las vidas de las protagonistas, sin narraciones en voice-over o textos que contextualicen trayectorias individuales o colectivas. Tampoco se ofrecen títulos para identificar lugares, fechas o personas. Fuera de la participación mínima de la directora, quien conversa de forma natural con las protagonistas, se destaca una cierta disciplina diegética que hace que las historias y los espacios se revelen por sí mismos, produciendo así varios niveles de autorrepresentación. Mi último fracaso retrata diferentes formas de ser “mujeres coreanas y argentinas”, como Kang describe a aquellas mujeres de origen coreano que viven en Argentina.Footnote 10 Dos de ellas son las artistas plásticas Yun Shin Kim y Teresa Ran Kim, quienes inmigraron a Argentina en los años ochenta en busca de una vida dedicada al arte, lejos de las exigencias patriarcales de casarse y formar una familia. Kang evita la información no-diegética sin indicar, por ejemplo, que Yun Shin Kim es una reconocida pintora y escultora, con una sala permanente dedicada a su obra en el Centro Cultural Coreano (operado por el gobierno surcoreano) en Buenos Aires. Yun Shin Kim también tiene su propio museo, dirigido por Teresa Ran Kim, en el barrio de Flores, conocido como el barrio coreano. Esta deliberada falta de contextualización afirma a los miembros de la comunidad coreana como público principal (quienes reconocerían a ambas artistas fácilmente) mientras que invita al público no coreano a una experiencia de espectador activo.
Mi último fracaso y Halmoni exploran el tema del género de forma sutil y meditada. Lo novedoso es que no se mide a las protagonistas con la vara occidental del feminismo liberal ni se las presume puras víctimas de un patriarcado tradicional. Los dos documentales observan más bien la complejidad de sus vidas y resistencias, atravesadas por situaciones individuales y condiciones culturales y económicas en Corea y Argentina. Ambas películas tratan el tema del matrimonio y de una cultura coreana dominante que intenta definir a la mujer por su posición dentro o fuera del lazo conyugal. Las conversaciones de Kang con su madre giran en torno a la hermana mayor de la directora (Catalina Kang) quien, según la madre, ha llegado a la edad de seguir su “camino como mujer”, o sea, casarse. Estas presiones son ubicuas: se observa en los matrimonios de la nueva generación que todavía esperan que la mujer deje la comida hecha, en las telenovelas coreanas que miran los padres de Kang, y en la clínica estética de la hermana de Kang donde una paciente sufre una dolorosa inyección estética a cambio de la belleza. Pero Kang las contrapone con narrativas alternativas: una reunión de artistas mayores y solteras discutiendo el significado del arte, o el caso de la hermana de Kang, quien a pesar de difíciles historias de inmigración, amor y enfermedad, tiene una gran comunidad de amigos y familiares que la apoya y ha logrado éxito profesional como médica. A la vez, Mi último fracaso revela con agudeza y humor las áreas grises, como cuando nos enteramos de que los perros de las inconformistas Kim se llaman Jang Gun (General) y Gong Ju (Princesa) o cuando la directora se opone a la opinión conservadora de su madre mientras la ayuda con alguna tarea doméstica como la de hacer kimchi o cocinar una torta.
En el documental Halmoni hay un momento asimismo irónico cuando se muestra el cartel a la entrada del Vivero Los Coreanos y nos preguntamos si no debería leerse Vivero Las Coreanas. Esta película documenta la historia de inmigración de la familia del director Daniel Kim, que a diferencia de la mayoría de los coreanos instalados en centros urbanos, se dirige a Ushuaia, Tierra del Fuego, siguiendo el sueño quijotesco del abuelo de cultivar lechuga en una tierra y un clima que la rechazan. A través de entrevistas y narraciones en voice-over, la halmoni o abuela (Jo Ok Shim) del director cuenta una saga protagonizada por los hombres de la familia: su esposo, quien encabezó la migración familiar, y su primogénito, el tío del director. Trágicamente, ante las presiones del trabajo y un ambiente natural adverso, los dos hombres sucumbieron al alcoholismo, a enfermedades y más tarde a la muerte. Las que llevan el Vivero Los Coreanos hasta el día de hoy, acurrucadas con sus palas entre hermosos e imponentes paisajes, son las viudas de los coreanos, la abuela y su nuera (Lim Young Sun). Es un conmovedor homenaje a la extraordinaria resiliencia de las mujeres de esta familia. Para la abuela y su nuera, la resistencia al orden patriarcal se manifiesta en la labor incansable en ámbitos múltiples —doméstico, afectivo y, sobre todo, en el vivero. En cambio, la madre de Kim (Byung Hi Moon) desafía la figura paterna de manera más directa. En un video casero, vemos cómo un festejo se torna en discusión sobre alguna tensión familiar recurrente. Mientras la cámara se enfoca en el patriarca, orgulloso pero debilitado ya de salud, escuchamos la voz de su hija quien lo confronta en defensa de su madre.
Las fotos y los videos del archivo familiar brindan imágenes vívidas de un clan de tres generaciones dedicado a trabajar la tierra (“como hormigas”, según los vecinos), y que a pesar del aislamiento geográfico, mantiene una fuerte conexión con la cultura coreana. El documental nos ofrece una oportunidad de entrever cómo fueron las experiencias singulares de cada generación, no solo la del trabajo extenuante de los abuelos sino también los desafíos de la siguiente generación que se casa y forma familia, y la de los pequeños nietos bilingües, argentinos con “cara de coreanos” rodando en la nieve o tomando una siesta en medio de un bosque fueguino.Footnote 11
Sobre las limitaciones de la crítica poscolonial, bell hooks ha observado que al contrario de la continua fascinación con cómo “las mentes blancas… perciben la negritud”, hay poco interés en las “representaciones de la blanquitud en la imaginación negra”.Footnote 12 Esto apunta a que la preocupación desproporcionada con el imaginario dominante y su percepción de los grupos minoritarios puede llegar a reafirmar una relación desigual de poder. Los tres documentales no se limitan a desmentir un imaginario argentino dominante que tilda a los inmigrantes coreanos de inasimilables, extraños y avaros. Nos muestran también algunos aspectos del imaginario coreano sobre la Argentina que abarca posicionalidades múltiples y cambiantes.
Para las generaciones que nacieron o crecieron en Argentina, resaltan las experiencias del racismo y la exclusión de una argentinidad hegemónica que se identifica como blanca y europea. En Mi último fracaso, unas jóvenes se reconocen a la vez como coreanas y argentinas pero inmediatamente bromean que son argentinas “ilusas”. Una de ellas se rasga los ojos y dice: “Pará, con esto, ¿qué argentina?”. Kim, en 50 Chuseok, cuenta la historia de su asimilación, lograda a pesar de los mandatos culturales de sus padres quienes le prohibían, por ejemplo, tener una novia argentina (no coreana). Si bien Kim, quien se adaptó rápidamente cuando llegó a los siete años, enfatiza que es muy porteño, y que todos sus amigos “son argentinos”, sus comentarios también vislumbran una sociedad que excluye de forma casual pero profunda. Dice haber pasado de ser “ponja” a “chino”, en referencia a términos peyorativos que se usan comúnmente para referirse a los asiáticos. Y por más que Kim se imagine como otro porteño más andando por las calles y hablando en castellano con sus amigos, describe como un “mazazo” la experiencia de pasar por alguna vidriera y ver reflejado allí su rostro indiscutiblemente coreano.
Pero ni la experiencia ni el imaginario coreanos sobre la Argentina se limitan a la subalternidad. Una de las hermanas de Teresa Ran Kim, por ejemplo, cuenta cómo la Argentina como destino la había dejado estupefacta, ya que no entendía por qué la artista se iba a ese país tan desconocido que no era “ni Estados Unidos ni París”. A pesar de que la halmoni de Kim lleva más de cuarenta años viviendo en Ushuaia, su visión del lugar tiene un elemento mítico y exotizado. Según lo cuenta, un sueño del marido en el que se encontraba en un precipicio, símbolo de la punta de la tierra, había presagiado la migración familiar a estas tierras. En la lápida del difunto se lee “El primer colonizador coreano del fin del mundo descansa aquí”.
A diferencia de Halmoni y Mi último fracaso que cuentan experiencias íntimas y variadas, 50 Chuseok se propone —por lo menos al comienzo— celebrar los cincuenta años de la inmigración coreana a la Argentina. Chuseok se refiere a la celebración anual de la cosecha, uno de los feriados coreanos más importantes. Los créditos muestran una larga lista de apoyo institucional, desde la Asociación Coreana en la Argentina hasta el Gobierno Metropolitano de Seúl y la Comisión de Cine de Seúl. Como tal, algunos críticos han notado en esta película un “tono institucional”, el cual se manifiesta especialmente en recorridos de actividades institucionales, como un taller de tambores tradicionales o el concurso K-pop de Latinoamérica organizado todos los años por el Centro Cultural Coreano de Buenos Aires.Footnote 13
Hay una tensión palpable en 50 Chuseok entre lo didáctico —que intenta explicar y celebrar la colectividad— y la performatividad de Kim quien a la vez observa, narra, y actúa para su público. Lo primero se reduce a imágenes y datos históricos un tanto superficiales. Por ejemplo, en una visita a la provincia de Río Negro donde se asentó el primer contingente coreano, no se indaga más allá de la exhibición, de forma casi literal: se recorre el Museo Coreano de la Memoria y se retrata a algunos miembros de esa comunidad sentados en una fila al borde del río, cantando. Hay varios momentos similares a lo largo de la película en los que los sujetos, en especial Kim, posan de manera artificial frente a paisajes pintorescos como en una sesión fotográfica. Este documental también parece inspirarse en el medio televisivo cuando intercala de manera recurrente tomas y bloopers en los que los participantes exclaman el título del film:“¡Cincuenta chuseok!”.
A pesar de estos artificios descontextualizados y un enredo con la dirección de la antigua casa de Kim que parece un tanto fabricado, se aprecia la auténtica trayectoria emocional de Kim durante su viaje a Corea del Sur, el primero desde su partida. El desenlace del documental corresponde con la llegada de Kim a su calle natal ayudado por un vecino que recuerda el barrio como era hace medio siglo. Entre lágrimas, el actor se desploma de la emoción, la que había sido soslayada hasta ese momento tanto por sus posturas de celebrado actor cómico, como las poses exigidas frente a la cámara comiendo larva de gusano, cantando inexplicablemente La Bamba en medio de un mercado coreano, o posando con “un guerrero con lluvia” como describe Garateguy una escena en un día de lluvia frente a la estatua de una importante figura histórica, el almirante Yi Sun Shin.
50 Chuseok deja en claro su reflexividad, definida por Bill Nichols como una modalidad que “llama la atención a las convenciones del cine documental en sí mismo” y que reflexiona sobre el proceso y los problemas de la representación.Footnote 14 Lo que queda menos claro es si los gestos reflexivos de este documental —como la presencia constante del equipo de cine dentro del marco o las direcciones de la directora que se escuchan desde detrás de la cámara— son suficientes para contrarrestar los lugares comunes. Por una parte, es posible que las imágenes descontextualizadas o estereotipadas se presten a una interpretación lúdica e irónica, no solo por la reflexividad de la película sino también como reflejo de la personalidad del protagonista. Por otra parte, es posible que estas imágenes resulten de una visión algo esencialista de las culturas, sobre todo la coreana. En una entrevista, Garateguy relata su impresión de los coreanos como gente siempre respetuosa y sonriente que agasaja a los invitados con mucha comida. También dice que se sorprendió al encontrar similitudes entre los argentinos y los coreanos quienes son “como los italianos de Asia”.Footnote 15
Según Gustavo Morales Rosales, Kim es un importante referente y puente cultural que “promueve el reconocimiento de la diversidad cultural dentro de la sociedad Argentina actual” y que, al mismo tiempo, reivindica a través de su trayectoria y trabajos no convencionales “la diversidad al interior de la misma colectividad coreana”.Footnote 16 A la vez que 50 Chuseok retrata a Kim en este rol, deja indicios de que servir como puente (o tal vez, simplemente ser coreano en Argentina) implica tolerar constantes micro agresiones: que un amigo (el actor Mike Amigorena), tras un asado coreano-argentino, bromee que “de a poquito soy chino” haciendo gestos de artes marciales; de que a pesar de su fama, las tres sílabas de su nombre se escriban en cualquier orden; y la repetida pregunta, por parte de sus interlocutores, quienes nunca se acuerdan “cuál es cuál”, si es originario de Corea del Norte o del Sur.
Lucía Rud señala que las películas sobre los asiáticos en Argentina, en especial las que fueron hechas “por directores y actores vinculados a las culturas representadas”, se distinguen de “otros medios audiovisuales que sostienen representaciones con altos niveles de desconocimiento e ignorancia del mundo que están proyectando”.Footnote 17 Los documentales aquí reseñados rechazan o, en el caso de 50 Chuseok, mantienen una tensión con la mirada ajena, demostrando también que las miradas y expresiones en el interior de la comunidad coreano-argentina son múltiples. Al insertarse ella misma dentro del marco de Mi último fracaso, Kang sigue una modalidad performativa. De esta forma, se comparte lo que Nichols llama un “conocimiento encarnado” que resulta de las relaciones afectivas de aquellas mujeres de diferentes generaciones con Kang y con su entorno coreano y argentino.Footnote 18 La mirada poética de Halmoni nos muestra “cómo se siente mirar y experimentar el mundo” cuando se yuxtaponen la extraordinaria labor física y afectiva de sus protagonistas con un ambiente natural igualmente extraordinario.Footnote 19 La expresividad lírica y visual de Halmoni no reduce al paisaje o a las mujeres a un objeto estético, al contrario, ayuda al público a comenzar a imaginar una experiencia que pocos habrán vivido. Por último, en 50 Chuseok se inscribe, a veces de forma reflexiva y otras no, la tensión entre la mirada exotizante y la experiencia propia, al igual que la posible confluencia de estas dos.
Sobre la autora
Chisu Teresa Ko es profesora de español y coordinadora del programa de estudios latinoamericanos en Ursinus College. Ha publicado ampliamente sobre el tema de la representación de los asiáticos en la literatura y el cine argentinos. Ko ha sido nombrada ACLS Fellow 2020 para trabajar en su libro, Argentina: Race in a Raceless Nation, el cual examina los discursos raciales en la producción cultural argentina del siglo diecinueve y la época contemporánea.